Proyecto de vida y carisma.


Proyecto de vida y carisma.
¿Se puede proyectar la vida?

El cristianismo es seguir a una persona. “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.”1 La entusiasta invitación que han recibido las personas consagradas para seguir a Jesucristo se convierte en todo un programa que debe cubrir toda la vida y todos los aspectos de la vida, ya que se es llamada a vivir la misma vida de Cristo en toda la profundidad de la existencia humana. Así la ha confirmado Juan Pablo II al expresar la identidad de la vida consagrada como un seguimiento de Cristo, a la manera de los apóstoles: “El fundamento evangélico de la vida consagrada se debe buscar en la especial relación que Jesús, en su vida terrena, estableció con algunos de sus discípulos, invitándoles no sólo a acoger el Reino de Dios en la propia vida, sino a poner la propia existencia al servicio de esta causa, dejando todo e imitando de cerca su forma de vida.”2

Esta forma de vida de Cristo es la que hará de perno en toda la vida de las personas consagradas y bien podemos afirmar que será el fundamento de su identidad, de tal forma que la persona consagrada lo es en la medida que su vida se asemeja cada vez más a la vida de Jesucristo, de forma que pueda llegar a expresar como San Pablo: “Ya o soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”. De aquí la importancia de conformar la vida con la vida de Cristo: “El proceso formativo, como se ha dicho, no se reduce a la fase inicial, puesto que, por la limitación humana, la persona consagrada no podrá jamás suponer que ha completado la gestación de aquel hombre nuevo que experimenta dentro de sí, ni de poseer en cada circunstancia de la vida los mismos sentimientos de Cristo.”3

Este proceso de conversión o de formación permanente requiere todo un camino. Es el proyecto de toda una vida que no se puede dejar al azar, al vaivén de las circunstancias o a la interpretación del último autor, confesor o expositor de moda. Requiere tener sólidos fundamentos que le permitan alcanzar la meta deseada, esto es, la conformación plena con la persona de Cristo.

Puede extrañarnos en un primer momento la necesidad de planear la vida consagrada. Hacemos hincapié de que estamos hablando de planear todos los aspectos de la vida consagrada y no sólo aquellos que atañen a la vida espiritual, como fácilmente podría considerarse. Si la persona consagrada es propiedad entera del Señor, entonces no hay porque extrañarse que todos los aspectos inherentes a su existir deban pertenecerle al Señor. Se es consagrada en forma íntegra, no en parcialidades. Quien estable cotos, límites e o cercos a su vida y no la entrega en plenitud al Señor, no estará viviendo en plenitud la consagración a Él prometida.

Esta consagración al Señor comporta una santidad de vida, entendida como la vivencia plena de las promesas bautismales. “No obstante exista una absoluta trascendencia de la santidad del Padre y de Jesús, se sigue que los cristianos pueden llegar a ser santos como Dios lo es porque el Espíritu los hace partícipes de la santidad divina, sin ofender la trascendencia infinita del Padre, sino compartiéndola. Si en la unión hipostática el Verbo asumió la condición humana, en su santificación el cristiano asume la condición divina. La santidad del cristiano es un don del Espíritu Santo.”4 Por lo tanto la santidad es posible adquirirla cuando se esta en escucha constante del Espíritu Santo y en la búsqueda del cumplimiento de los deberes de estado. Por la propia consagración, estos deberes de estado se convierten para la persona consagrada en medios adecuados para su santificación. No tiene que pensar en santificarse fuera de los mismos compromisos que le marca su consagración, de tal forma que sus deberes espirituales, su vida fraterna en comunidad, sus deberes de apostolado se convierten en medios idóneos para configurarse con Cristo y así alcanzar la santidad. La pregunta de la programación queda aún en el aire, ya que si estos medios llevan de por sí a la santidad, no habría poner tanto necesidad de programación alguna. Bastaría simplemente vivirlo con la mejor de las intenciones.

Sin embargo por experiencia propia sabemos que la persona consagrada, como cualquier persona del género humano, a veces no logra distinguir con nitidez las cosas qué debe hacer ni la forma en cómo puede cumplirlas. Además como criatura creada a imagen de dios, caída por le pecado original y redimida por Cristo, no está exenta de sufrir las asechanzas del mundo, de sus propias pasiones. Es entonces cuando surge la necesidad de conocerse para programarse, para saber atajar al enemigo, ya sea el enemigo que se lleva dentro, o ya sea aquél que se disfraza a través de las circunstancias o de factores externos. No debemos olvidar, dentro de estos elementos, el desarrollo psicológico de la persona que también dejará su huella en la persona consagrada, llevándole a tomar medidas necesarias para seguir respondiendo con la misma frescura y lozanía a Cristo, como cuando lo hizo el día que prometió seguimiento al Señor.

Por ello, la programación no es la regulación minuciosa y hasta maníaca de los detalles que debe cumplir la persona consagrada. Tal sería una actividad que pronto llevaría a la esquizofrenia. Es más bien la fijación de metas para alcanzar la santidad, el conocimiento que adquiere la persona de sí misma, las circunstancias que la rodean y que afectan las metas que se ha fijado para la santidad, los medios idóneos que utilizará para aprovechar los aspectos positivos y contraponer los negativos, de forma que la vida no sea guiada al caso o al vaivén de las circunstancias externas o de las pasiones y sentimientos internos.

El ideal de la santidad es el ideal de todo cristiano5 . Pero dicha santidad no es ni fácil ni difícil de alcanzar. Requiere simplemente la dosificación, es decir el fijar por etapas las metas que se quieren alcanzar. Cuando una persona se entusiasma por Cristo y quiere seguirlo e imitarlo, no lo podrá lograr de la noche a la mañana. Es necesario que se fije metas claras, precisas, objetivas y de corto alcance para lograr el objetivo final, que es la santidad.

Por otra parte la persona cuenta o debe contar con un aliado que es su misma persona. Esta persona, de acuerdo a la antropología cristiana, sabemos que está constituida por inteligencia y voluntad. Es decir, la persona puede conocer y la persona puede querer. Es libre para elegir lo que más le convenga, de acuerdo a las metas que se ha fijado. Pero también, esta persona tiene pasiones, sentimientos, impulsos. Todos ellos, de no mediar una grave enfermedad psicológica o psíquica, pueden ser encauzados de acuerdo a las metas que se ha fijado la persona. Por ello, debe conocerse, aceptarse y superarse, siguiendo las enseñazas de S. Agustín: “Conócete, acéptate, supérate.”

Por último, bien sabemos que la persona no vive enana esfera de cristal o en una isla. Actúa en una sociedad, en una comunidad. Y como una célula, no es impermeable a lo que sucede en su entorno. Deberá tomar en cuenta la forma en que las circunstancias externas le afectan para alcanzar la meta de la santidad, que previamente se ha fijado.

Por ello, a través de un programa de vida que le permita fijarse metas claras, cortas, precisa y objetivas, un conocimiento de su persona que la ponga alerta de las fuerzas positivas y negativas con las que cuenta, y un sentido de la realidad para saber la forma en que el ambiente externo va a afectar su camino a la santidad, podrá fijarse medios idóneos para llegar a la santidad. Así lo afirmaba Juan Pablo II: “¿Acaso se puede « programar » la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral? En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias. Significa expresar la convicción de que, si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial. (…) Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos « genios » de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno. Doy gracias al Señor que me ha concedido beatificar y canonizar durante estos años a tantos cristianos y, entre ellos a muchos laicos que se han santificado en las circunstancias más ordinarias de la vida. Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este « alto grado » de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia.”6


El proyecto de la vida consagrada.
Ahora bien, si como dice Juan Pablo II, los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, los distintos estados de vida requerirán distintas pedagogías de santidad, ya que, si bien la santidad es una sola, esto es, asemejarnos a Cristo y así alcanzar la vida en Dios, los medios varías de acuerdo a las circunstancias que rodean la vida de las personas. Si bien la santidad es la misma, no se alcanza de la misma manera por una madre de familia que por una mujer consagrada a la oración, el sacrifico y la penitencia en la vida de un monasterio de clausura. Debemos fijar entonces la identidad de cada estilo de vida, de forma que podamos construir un proyecto claro y propio de santidad.

Para la vida consagrada debemos fijarnos ciertos aspectos comunes que nos permitan tener un esquema preciso de lo que las personas consagradas deben alcanzar en su vida y los medios con los que cuentan para ello. Serían muchas las fuentes a las que podríamos acudir para establecer esta santidad común a la que deben tender todas las personas consagradas. Pero podríamos aquí señalar que el magisterio de la Iglesia y el patrimonio espiritual de cada congregación deberían ser los ejes centrales en los cuáles fijar dicha santidad común.

• Gracias a Dios, después del Concilio vaticano II se ha dado un gran impulso a la Teología de la vida consagrada. Podríamos aquí recordar los títulos de los documentos emanados por la entonces Congregación para los religiosos e institutos seculares o su actual sucesor, la Congregación para los institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica, que de alguna manera ayudaron a reflexionar sobre la identidad de la vida consagrada, de acuerdo a los lineamientos que marcó el Concilio vaticano II, especialmente en el decreto Perfectae caritatis y el motu proprio Ecclesiae sanctae II. Cada uno de estos documentos, ya desde el mismo título, es todo un programa para entender lso elemntos esenciales de la vida cnsagrada y por ende, tomarlso como medios idóneos para la santificación en este estado de vida. Estos documentos son:

• La vida Fraterna en Comunidad (1994)

• Orientaciones sobre la Formación (1990)

• Elementos esenciales de la Doctrina de la Iglesia sobre la Vida Religiosa (1983)

• La Dimensión Contemplativa de la Vida Religiosa (1980)

• Mutuae Relationes (1978)

• Religiosos y Promoción Humana (1978)

Todos estos documentos van a quedar reflejados y profundizados en la exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata (1996) de Juan Pablo II. En ella se establecen las líneas fundamentales de la consagración, que sucintamente podemos decir que es una vida “de especial configuración a Cristo, de especial comunión de amor con el Padre, de especial comunión con el Espíritu Santo, de especial seguimiento de Cristo, a la manera de los apóstoles, de especial configuración con la Virgen maría, una vida de profesión de los consejos evangélicos, una vida con una especial consagración, de especial perfección, de especial radicalismo evangélico y de una peculiar espiritualidad.”7

No debemos olvidar también lo dicho por el Código de Derecho canónico, que en canon 573 establece lo que es la vida consagrada. “La vida consagrada por la profesión de los consejos evangélicos es una forma estable de vivir en la cual los fieles, siguiendo más de cerca a Cristo bajo la acción del Espíritu Santo, se dedican totalmente a Dios como a su amor supremo, para que entregados por un nuevo y peculiar título a su gloria, a la edificación de la Iglesia y a la salvación del mundo, consigan la perfección de la caridad en el servicio del Reino de Dios y, convertidos en signo preclaro en la Iglesia, preanuncien la gloria celestial.”8

Si bien este canon y toda la exhortación Vita consecrata nos fijan los parámetros por los que ha de recorrerse la vida consagrada, no debemos olvidar que la vida consagrada se vive en forma particular, es decir, bajo un carisma específico. No se es una persona consagrada en general y después se viven los consejos evangélicos o la vida fraterna en comunidad en una forma especifica. Más bien, los elementos esenciales de la vida consagrada se viven de acuerdo al carisma específico.

Dicho carisma bien podríamos entenderlo como “la mente y propósitos de los fundadores, corroborados por la autoridad eclesiástica competente, acerca de la naturaleza, fin, espíritu y carácter de cada instituto, así como también sus sanas tradiciones, todo lo cual constituye el patrimonio del instituto.”9 Por lo tanto, el conocimiento del carisma fijará de alguna manera ya en forma definitiva, la santidad específica de los miembros de un determinado Instituto de vida consagrada.

Es necesario por tanto que los miembros de un instituto conozcan no someramente sino detalladamente el carisma de su instituto, de forma tal que todas las actividades que realizan, desde las más sencillas, hasta aquellas que a los ojos de los hombres pudieran parecer las más importantes, queden informadas por el carisma. De esta manera podrá alcanzarse sino con más facilidad, con más precisión. No como quien da “palos al aire”, sino como quien ha fijado con precisión los ideales y los medios.


Algunas dificultades de nuestro tiempo.
Hemos visto que la programación de la santidad en la vida consagrada requiere un proyecto de vida personal en dónde se plasmen las características más específicas de la Congregación, de forma que la persona consagrada pueda tenerlas como metas claras y visibles. De ahí partirá una búsqueda confiada y serena por encontrar los mejores medios que se puedan aplicar a cada realidad personal y a cada circunstancia de vida.

Sin embargo, parece ser que este tipo de trabajo no encuentra respuestas favorables en el ambiente religioso de nuestros días. No hace mucho me escribía una religiosa: “¿Dónde están las religiosas, que hacen en las comunidades, como está su vida interior? Definitivamente se viven la vida muy light y no solo en la vida religiosa sino en el mundo entero.” Se ha dejado en el olvido, o pero aún, no existe ya la costumbre de tener un programa de vida y a lo más, se contentan con el cumplimiento del deber.

Si bien es difícil establecer las causas de este enfriamiento en la virtud, intentaré esbozar algunos de ellos, sin pretender ni abarcarlos todos, ni profundizar en ellos.

Creo que el origen de este enfriamiento en la virtud por alcanzar la santidad y por ende, el no preocuparse por tener un programa de vida, se debe principalmente a la pérdida de la identidad de la vida consagrada femenina. Debemos recordar que los años del post-concilio, los años de la renovación de la vida consagrada debían estar dedicados a la aplicación de las directrices del Concilio, cuyo objetivo para la vida consagrada no era otro que el adecuar toda la riqueza de la vida consagrada a los tiempos actuales. Se trataba por tanto de un proceso de adaptación de la esencia de la vida consagrada. Sin embargo, muchos creyeron que se debía cambiar el concepto, la identidad de la vida consagrada para adaptarse a los tiempos actuales. En este proceso, que según ellos respetaba el espíritu del Concilio, se cuestionó la identidad de la vida consagrada, creando no poca confusión en los ambientes religiosos femeninos. De esta manera la santidad, la vida fraterna en comunidad, los elementos esenciales de la vida consagrada, el apostolado, los votos, la autoridad, todo venía cuestionado, contestado. No debemos olvidar que estamos hablando de los años sesenta y especialmente del fenómeno del fenómeno del ’68 que quería fundar una nueva sociedad pero que ni tenía las metas claras ni los medios adecuados. Eran los años de la contestación y la vida consagrada femenina no se salvó de esta contestación.

Este fenómeno ha llegado hasta nuestros días. Las heridas de esta pérdida de la identidad de la vida consagrada, o por lo menos, de su no claridad ha dejado un vacío enorme de casi dos generaciones de personas consagradas que se han dedicado a actividades ajenas o por lo menos superfluas, a la vida consagrada. Así, hay quien ha creído que la vida consagrada en la postmodernidad era trabajar por la ecología o los derechos humanos. Hay quien ha hecho de su apostolado le herbolaria, la medicina alternativa, la concientización de las masas y hasta la rebelión armada.

Todo ello generó un desprecio o por lo menos un olvido de conceptos como santidad, vida espiritual, vida de unión con Dios, vida de oración . Quién no sabía quién era, quien buscaba su identidad en el exterior y no el interior, había perdido el gusto por Dios y por las cosas de Dios. Hablar de un programa de vida muchas veces puede sonar a lenguaje extra-terrestre, o se lo puede ver como alguna reliquia de los tiempos medievales.

Producto de esta pérdida de identidad es el haber perdido de mira a Cristo. La figura de Cristo, si bien no desaparece del todo en la vida consagrada femenina, comienza a desvanecerse detrás de grandes reflectores como son los apostolados de vanguardia, la preocupación por encontrar caminos alternativos a la vida fraterna en comunidad, una interiorización o preocupación excesiva por el bienestar espiritual personal, o cualquier otro elemento que se buscaba cambiar o darle una importancia mayor a la debida en el tiempo de la renovación de la vida consagrada. No hay que olvidar tampoco muchas corrientes que se hicieron presente en la Iglesia en dónde, segñun ellos, se buscaba “desmitificar” a Cristo, por lo que su persona ya no era un ideal para seguir, sino, en muchos casos, un personaje histórico comparable a Buda, Mahoma o el Dalai Lama. De esta manera Cristo deja de ser un ideal a alcanzar, un modelo sobre el cual se puede proyectar una vida y así alcanzar la felicidad. Los programas espirituales comienzan por tanto a perder el vigor de una lucha por asemejarse a Cristo.

Otro problema que observamos en nuestro tiempo para forjar verdaderos proyectos de vida espiritual es la influencia que la Psicología, o mejor dicho, el psicologismo ha tenido en las congregaciones y las comunidades religiosas femeninas. Al desaparecer los puntos firmes en la vida consagrada, cualquier alternativa que aparezca como punto de referencia es bien acogido. Y así se sustituye muchas veces la oración por una meditación trascendental de corte oriental, la vida fraterna en comunidad depende de los estudios que se hagan del eneagrama, la autoridad se diluye en un pacto meramente humano. Es el momento en que irrumpe al psicología humanista de Carl Rogers en dónde cada persona se convierte en el dueño y señor de su propia existencia. Como consecuencia, se da más importancia a un equilibrio psicológico que a una vida espiritual bien organizada. Hay religiosas que van al psiconálisis y no pocas vocaciones entran en crisis después de estos estudios.

Unido a estos factores encontramos un exacerbado individualismo, producto quizás de un esfuerzo que quería borrar del pasado de la vida religiosa femenina una tendencia que tendía a olvidar a las personas. Que haya habido exageraciones en esto, puede ser cierto, pero no menos ciertas son las exageraciones que ahora se dan, en dónde se da un valor desmesurado a las personas al gardo que quien ahora está en crisis no es ya la persona individual, sino la autoridad, los reglamentos, los horarios, y todo aquello que pueda sonar a imposición para “cortar cabezas” y hacer un estándar de personas. Lógicamente, la dirección espiritual, o la elaboración de un programa de vida espiritual tiende a verse como demasiado estandarizante, limitando la libertad y la espontaneidad de las personas.


El carisma en ayuda del proyecto de vida.

El objetivo de elaborar un proyecto de vida es el de tratar de configurarse lo más posible a Cristo, tomando en cuenta las circunstancias personales, las circunstancias del propio estado de vida y las circunstancias externas que rodean a la persona.

Las dificultades que circundan a las personas consagradas hoy en día y que hemos analizado brevemente en este artículo, requieren una exactitud en la figura del Cristo que se quiere imitar, al cuál se quiere llegar. Debe ser un Cristo perfectamente bien delineado, con el fin de no perderse en el camino, ya sea por tantos vientos que soplan11 , ya sea por las dificultades externas o bien por las propias pasiones y sentimientos que durante la vida acompañan a la persona consagrada y que a veces puedan hacerla dudar del camino emprendido.

Ahora nos preguntamos por este Cristo la persona consagrada. Sin duda alguna que la respuesta será el Cristo del Evangelio, es Cristo de una sana espiritualidad que responda a las necesidades de la persona, de la congregación y de la Iglesia12 . De la contemplación de este Cristo surgirá una espiritualidad, unos medios que la persona consagrada está llamada a poner en práctica si quiere en verdad conformar su vida con la persona de Cristo.

Este Cristo, utilizando un lenguaje figurado, se nos presenta bajo ángulos distintos en cada congregación. Podemos decir que es el mismo Cristo pero visto desde distintas posiciones. Nuevamente hacemos uso del lenguaje figurado para expresar esta idea. ““Siempre cae (el agua) del mismo modo y de la misma forma, aunque son multiformes los efectos que produce: una única fuente riega todo el huerto. Y una única e idéntica tormenta desciende sobre toda la tierra, pero se vuelve blanca en el lirio, roja en la rosa, de color púrpura en las violetas y en los jacintos, y diversa y variada en los distintos géneros de cosas. De una forma existe en la palma y de otra en la vid, pero está toda ella en todas las cosas, pues (el agua) es siempre la misma y sin variación. Y, aunque se mude en tormenta, no cambia su forma de ser, sino que se acomoda a la forma de sus recipientes convirtiéndose en lo que es necesario para cada uno de ellos. Así el Espíritu Santo, siendo uno y de un modo único, y también indivisible, distribuye la gracia «a cada uno en particular según su voluntad» (cf. 1 Cor 12,11).”13

Para distinguir los aspectos específicos de este Cristo, y por tanto la espiritualidad que de Él emana, el carisma vendrá en nuestra ayuda . “El carisma mismo de los Fundadores se revela como una experiencia del Espíritu (Evang. test. 11), transmitida a los propios discípulos para ser por ellos vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne. Por eso la Iglesia defiende y sostiene la índole propia de los diversos Institutos religiosos (LG 44; cfr. CD 33; 35, 1, 2, etc.). La índole propia lleva además consigo, un estilo particular de santificación y apostolado que va creando una tradición típica cuyos elementos objetivos pueden ser fácilmente individuados. Es necesario por lo mismo que en las actuales circunstancias de evolución cultural y de renovación eclesial, la identidad de cada Instituto sea asegurada de tal manera que pueda evitarse el peligro de la imprecisión con que los religiosos sin tener suficientemente en cuenta el modo de actuar propio de su índole, se insertan en la vida de la Iglesia de manera vaga y ambigua.”15 La parte importante para descubrir el Cristo del fundador, y por ende, el Cristo de todos los hijos espirituales del fundador, es la experiencia del espíritu que hace el fundador de Cristo, de Dios, de las cosas divinas y que queda como camino indeleble para las futuras generaciones. Se presenta por tanto como labor prioritaria para conocer el Cristo del fundador, conocer la experiencia espiritual hecha por el fundador.

Esta experiencia espiritual no es una experiencia mística inalcanzable, sino una experiencia espiritual que es posible compartir, que es posible personalizar. En un primer momento Dios suscita en el fundador el deseo de solucionar una dificultad o de una necesidad apremiante en la Iglesia. Dios se valdrá de distintos acontecimientos, simples o espectaculares, para despertar en él la idea originaria de la fundación. Lo que pudiera haber quedado en el marco de un mero acontecimiento, por especial inspiración del Espíritu Santo, tiene un significado muy particular para el fundador. Observamos por tanto como ejemplos, que un sueño en la vida de Francisco de Asís en el que Dios le pedía reconstruir la Iglesia, o el que la beata Teresa de Calcuta observara a unos pobres hacinados en un vagón de tren, bastaron para desencadenar en ellos deseos, sentimientos, pensamientos y acciones que los llevaron a poner en pie una Congregación religiosa bajo un determinado carisma.

La mujer consagrada debe fijar su atención en esta realidad que ha originado el carisma. Dios se ha valido de una necesidad con el fin de que el fundador pudiera hacer una experiencia del Espíritu. No será ya la necesidad en cuanto tal la que mueva al fundador durante toda su vida, sino lo que esa necesidad le lleva a experimentar en el Espíritu. El fundador hace una experiencia personal, una experiencia espiritual a partir de la necesidad. Esta experiencia del Espíritu va más allá de la simple necesidad pues le permite experimentar a Dios, siempre a través de esa necesidad. Si bien la necesidad ha sido el vehículo para experimentar a Dios, la necesidad en un determinado momento de la vida del fundador, pasa a un segundo término.

Si queremos explicar someramente la experiencia que el fundador tiene de Dios, podemos afirmar que es sobretodo una experiencia del amor de Dios. El fundador se siente llamado a amar a Dios con unas características muy específicas y podemos decir que hasta novedosas, pues la misma novedad es característica esencial de un carisma. Esto se explica de la siguiente manera: la necesidad, hablando en un lenguaje figurado, fue el pretexto del que Dios se valió para suscitar en el corazón del Fundador un amor muy especial. Un amor que no se reduce sólo a un sentimiento o a un estado de ánimo pasajero, sino que pasa primero al entendimiento y después a la voluntad, de forma que el fundador queda polarizado por ese amor novedoso que Dios ha suscitado en su corazón, hipotecando su vida para la consecución de ese amor. Surge la necesidad, pero Dios suscita en el fundador movimiento en su entendimiento y en su voluntad para dar una solución a esa necesidad. Sin embargo, al profundizar en esos movimientos del entendimiento y de la voluntad, el Fundador capta que la verdadera y única solución se encuentra en Dios. Este punto es esencial al carisma. El carisma, como don de Dios para la Iglesia, no es una solución práctica (sociológica, psicológica, administrativa) a un problema humano, sino que es una manifestación del amor de Dios por ayudar al hombre a acercase a él.

El fundador comienza por tanto a darse cuenta que sólo el amor de Dios es capaz de dar un respiro, una solución adecuada a la necesidad apremiante. De aquí que la solución se convierta en una solución integral, que abarca aspectos humanos y espirituales del hombre. El fundador inicia entonces una profundización en su relación con Dios, que lo llevará después a tener también una relación especial con los hombres, especialmente con aquellos a los que está llamado a ayudar. Las relaciones que el fundador tiene con Dios y las que desarrollo con los hombres darán origen a una espiritualidad y a un apostolado originales, muy específicos, que serán materia de nuestro estudio, especialmente cuando analicemos el capítulo siguiente al estudiar las formas en que la mujer consagrada puede vivir el espíritu.

En esta primera etapa puede ilustrarse con las palabras de Benedicto XVI cuando habla del amor del hombre a Dios: “El encuentro con las manifestaciones del amor de Dios puede suscitar en nosotros el sentimiento de alegría, que nace de la experiencia de ser amados. Pero dicho encuentro implica también nuestra voluntad y nuestro entendimiento. El reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. No obstante, este es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por <> y completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo. Idem velle, idem nolle, querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común.”16

Aquí aparecen ya los primeros indicios para el programa de vida: aprender el amor de Dios a través del Fundador para conocer cuál es el amor que cada persona consagrada debe desarrollar.

El amor a Dios que el Espíritu suscita al fundador no es un amor genérico. Si hemos dicho que este amor parte de una necesidad específica y apremiante de la Iglesia, para regresar después a los hombres, convertido dicho amor en iniciativas concretas que tienen como objetivo mitigar los problemas y las dificultades debidas a la necesidad apremiante, este amor a Dios se reviste de matices muy específicos, configurados por la necesidad apremiante. El fundador aprende a amar a Dios en la forma en que la necesidad apremiante lo ha modelado. Si es en Dios en dónde va a encontrar la inspiración para subsanar la necesidad apremiante, no es en Dios en general, sino en un aspecto específico de Él que viene a satisfacer dicha necesidad. Buscar en Dios un aspecto característico, significa para el fundador dejarse guiar por el Espíritu y ver en Dios, en alguno de sus misterios o virtudes, un punto que le servirá de inspiración para expresar su amor personal a Dios y para la solución de la necesidad apremiante. Este misterio de Dios o virtud específica se convierte en un punto clave, un icono de la Congregación a Instituto religioso. En muchos casos el misterio de Dios ha sido la persona de Cristo o su evangelio, vistos siempre bajo un perfil o un ángulo de vista muy especial, una “particular prospectiva unificante.”17 La persona consagrada debe aprender a poner como centro de su proyecto de vida este Cristo o misterio de Dios específico que ha experimentado el Fundador.

Se da origen también a una forma específica de espiritualidad,18 fundamentada en la experiencia personal del amor de Dios y en la comprensión específica del misterio de Dios que hace el fundador. Estos dos aspectos, experiencia personal del amor de Dios y comprensión del misterio de Dios dejarán huellas indelebles en el Instituto, llegando incluso a conformar su propia identidad. “La consagración religiosa se vive dentro de un determinado instituto, siguiendo unas Constituciones que la Iglesia, por su autoridad, acepta y aprueba. Esto significa que la consagración se vive según un esquema específico que pone de manifiesto y profundiza la propia identidad. Esa identidad proviene de la acción del Espíritu Santo, que constituye el don fundacional del instituto y crea un tipo particular de espiritualidad, de vida, de apostolado y de tradición (Cf. MR 11). Cuando se contemplan las numerosas familias religiosas, queda uno asombrado ante la riqueza de dones fundacionales. El Concilio insiste en la necesidad de fomentarlos como dones que son de Dios (Cf. PC 2b). Ellos determinan la naturaleza, espíritu, fin y carácter, que forman el patrimonio espiritual de cada instituto y constituyen el fundamento del sentido de identidad, que es un elemento clave en la fidelidad de cada religioso (Cf. ET 51).”19 Y no puede ser de otra manera, ya que el carisma, como don de Dios para la Iglesia, encuentra en la espiritualidad su manifestación externa más palpable.

Si “los carismas están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo,”20 se sigue la necesidad de encontrar medios concretos en los que el carisma se materialice para edificar la Iglesia, para el bien de los hombres y para satisfacer las necesidades del mundo. Uno de estos medios es la espiritualidad que nace de la experiencia del Espíritu que el fundador a hecho del Amor de Dios y de la comprensión de su misterio, en alguna forma específica. Esta espiritualidad conformará el camino para llegar a Dios, a Cristo. La persona consagrada debe conocerlo y poner algunos de esos elementos como medios en su programa de vida personal.

La experiencia que el fundador hace del amor de Dios le permite dejar a sus discípulos una forma muy específica de relacionarse con Dios. Estas relaciones crean la base para vivir el misterio de la fe en una forma peculiar. Si todos los hombres buscan una relación personal e íntima con Dios, el discípulo de un carisma encuentra en la experiencia del Espíritu del fundador un modelo para seguir. Como toda experiencia espiritual, no podemos decir que el discípulo esté llamado a reproducirla, pues la experiencia espiritual de cada persona es irrepetible. Pero puede servir como marco de referencia, como guía sobre la que el discípulo puede apoyarse para hacer su propia experiencia personal espiritual de Dios. La base sobre la cuál se apoyará está dada en la experiencia personal espiritual del fundador, que se identifica con la experiencia del Espíritu. Será necesario por tanto, que el discípulo conozca la experiencia personal espiritual del fundador para que sobre ella trace la suya propia21 .

Hemos mencionado que parte de la espiritualidad queda constituida también por la comprensión específica del misterio de Dios que ha hecho el fundador. Nuevamente, el discípulo está llamado a conocer estos rasgos característicos y específicos que han permitido al fundador leer el evangelio bajo un nuevo ángulo, bajo una perspectiva diferente. Esta novedad, decíamos, viene dada por la necesidad apremiante, pero sólo como referencia. Como criatura espiritual, el carisma va más allá del aspecto temporal que la originó, pues la necesidad apremiante se convierte sólo en un pretexto. Pretexto históricoque será importante reconocer y recordar porque ha sido el inicio, querido por Dios, para dar origen al carisma, y que de alguna manera permeará siempre la memoria de la Congregación o Instituto religioso. Pero, además de conocer este hecho histórico, temporal, el discípulo deberá conocer la forma en que el fundador ha leído el evangelio o ha comprendido el misterio de Dios, bajo una forma específica, con el fin de ordenar su vida a la adquisición de esta nueva visión sobrenatural. Decimos, nueva visión sobrenatural, porque la lectura del evangelio o del misterio de Dios le permitirá andar por la vida con un objetivo claro y definido. Las realidades terrenas podrán ser leídas bajo el nuevo prisma de la contemplación del evangelio o del misterio de Dios, que en forma específica ha querido dotar Dios al fundador y a aquellos que lo seguirán en el tiempo. Conviene por tanto, que el discípulo conozca con certeza y claramente cuál es la lectura del Evangelio o la comprensión del misterio de Dios que el fundador ha experimentado bajo la experiencia del Espíritu.

- Etapa de la cristología: conocimiento y seguimiento de Cristo.
La lectura del Evangelio, bajo un punto de vista específico que proviene de la experiencia del Espíritu, o la comprensión del misterio de Dios que el fundador ha experimentado en algún punto específico o determinado, también bajo la experiencia del Espíritu, le otorgan la capacidad de analizar la realidad bajo ese punto de vista.

La realidad para el fundador no es otra cosa que la necesidad apremiante en la Iglesia, que Dios le ha hecho ver. Habiendo hecho la experiencia del Espíritu y habiendo comprendido el evangelio o el misterio de Dios desde esa experiencia del Espíritu, el fundador experimenta que es Cristo que sufre de una manera muy especial en la necesidad apremiante. Este aspecto es característico de los fundadores y pieza fundamental para entender la actualidad del carisma. No se trata de dar una solución humana a la necesidad apremiante. Esto podría hacerlo cualquier persona desde diversos puntos de vista. Se trata más bien de salir al encuentro del Cristo que sufre en la necesidad apremiante. Surge así una transformación de dicha necesidad apremiante. Sigue siendo una necesidad real, encarnada en hombres, mujeres, niños o adolescentes. Para Luisa de Marillac seguirán siendo los pobres del París de aquel entonces, para San Juan Bosco serán los centenares de jóvenes sin educación ni formación en la periferia del Turín que se abría con pujanza a la revolución industrial, y así podríamos mencionar a cada fundador con la propia necesidad apremiante que Dios le ha permitido vislumbrar. Pero la transformación que opera la experiencia del Espíritu en esa necesidad apremiante, permite que el Fundador penetre espiritualmente dicha necesidad, dicha realidad, y vea a Cristo en esa misma necesidad apremiante de la Iglesia.

Este proceso de ver a Cristo en los hombres tiene su raíz en la necesidad apremiante. Ahí el fundador se siente interpelado por Dios para dar una solución, una respuesta a dicha necesidad que experimenta la Iglesia. La primera transformación a la que da origen la experiencia del Espíritu es la capacidad de ver dicha necesidad apremiante bajo un prisma sobrenatural. El fundador no es sólo un filántropo que busca hacer el bien a la humanidad, poniendo remedio a una necesidad específica en un tiempo determinado. El fundador, bajo la inspiración de Dios, ve en la necesidad específica a una parte de la Iglesia que necesita ayuda. Logra ver en cada persona una parte del Cristo que sufre en esta tierra. A partir de la experiencia personal espiritual lee el evangelio y entiende el misterio de Dios desde un prisma específico. Las órdenes hospitalarias, por ejemplo, captarán el Cristo que busca ser acogido en la figura del samaritano, o se identificarán en la parábola de Dios cuando el Señor reconoce a los que le hicieron el bien entre los “más pequeños”. Y así, cada uno de los fundadores verá que es a Cristo, a través de la necesidad apremiante, a quien se ayuda, a quien se le hace el bien, a quien se quiere servir22 .

Esta relación personal con Cristo, que se verifica a través de la necesidad apremiante, en una realidad concreta, permite al fundador establecer una escuela de apostolado muy específica en la que sus métodos, sus directivas, sus indicaciones no deberán ser consideradas como emanadas de su inventiva o genio humano, sino que serán producto de la experiencia espiritual personal, y de la comprensión específica del evangelio o del misterio de Dios. De esta manera, el Fundador logra abstraerse de la dimensión del tiempo y del lugar en la que ha nacido la necesidad apremiante, para pasar a la dimensión sobrenatural de dicha necesidad apremiante, dando origen a la misión del Instituto religioso o Congregación23 . Las personas con sus necesidades humanas o espirituales pasan a ser partes del Cristo que sufre, ya sea en el cuerpo o en el alma, a lo largo del tiempo y en diversas circunstancias. El fundador comienza así a desarrollar una nueva faceta del carisma: su relación con Cristo.

La fuerza, el motor, el detonante que permite ver en la necesidad apremiante al Cristo que sufre, no es otra que el amor a Dios24 . Si el fundador no hubiera desarrollado este amor a Dios, bajo el prisma específico de su experiencia espiritual personal, no podría haber desarrollado un apostolado específico. Su trabajo se hubiera quedado circunscrito a un paliativo humano para ese tiempo y esa circunstancia específica de la necesidad apremiante de la Iglesia. El amor a Cristo en esa realidad apremiante y con las características propias de la experiencia espiritual personal, permitirá al fundador y a sus seguidores, encontrar siempre a un Cristo que sufre en la forma específica en que lo contempló el fundador, a pesar de lo que puedan cambiar las circunstancias de tiempo y lugares.

Este Cristo que ha encontrado el fundador es el que se presenta bajo diversas circunstancias de tiempos y lugares, escondido en la necesidad apremiante. La necesidad apremiante podrá cambiar de fachada, pero en su esencia siempre será la expresión de una necesidad específica del Cristo que sufre. La labor del discípulo del fundador consistirá en reconocer en las nuevas circunstancias de tiempos y lugares, al mismo Cristo que sufre y que experimentó el fundador. Para guiarse en esta labor, podrá servirse de la experiencia espiritual personal del fundador, aplicada a las circunstancias actuales en las que se debe desarrollar la misión del Instituto. El trabajo espiritual que debe guiar al discípulo del fundador es el de leer en la actualidad las notas esenciales del mismo Cristo sufriente que experimentó el fundador. Podemos afirmar que este Cristo se presenta con un nuevo rostro, pero que en su esencia, no cambia.

El seguimiento de Cristo. El carisma, en su novedad expresa realidades perennes con una nueva faceta, incluso nos atreveríamos a decir que con una nueva frescura. El carisma no cambia la esencia o el fundamento de dichas realidades, sino que, partiendo de la originalidad de la que está provista por la experiencia del Espíritu, puede engendrar una nueva relación con dicha realidad. Utilizando una imagen de san Cirilo de Jerusalén diremos que el Espíritu produce efectos diversos, aunque mantiene su esencia. La experiencia del espíritu permite ver aspectos específicos de Cristo, aunque el Cristo siga siendo el mismo: “Siempre cae (el agua) del mismo modo y de la misma forma, aunque son multiformes los efectos que produce: una única fuente riega todo el huerto. Y una única e idéntica tormenta desciende sobre toda la tierra, pero se vuelve blanca en el lirio, roja en la rosa, de color púrpura en las violetas y en los jacintos, y diversa y variada en los distintos géneros de cosas. De una forma existe en la palma y de otra en la vid, pero está toda ella en todas las cosas, pues (el agua) es siempre la misma y sin variación. Y, aunque se mude en tormenta, no cambia su forma de ser, sino que se acomoda a la forma de sus recipientes convirtiéndose en lo que es necesario para cada uno de ellos. Así el Espíritu Santo, siendo uno y de un modo único, y también indivisible, distribuye la gracia «a cada uno en particular según su voluntad» (cf. 1 Cor 12,11).”25 Cristo será siempre el mismo, pero el agua, que es la experiencia del Espíritu hará ver un Cristo blanco en el lirio, rojo en la rosa, púrpura en las violetas y en los jacintos. Así, siguiendo esta analogía diremos que siendo Cristo el mismo, por la experiencia del Espíritu, se presentará con distintos matices: “En efecto, esta triple relación emerge siempre, a pesar de las características específicas de los diversos modelos de vida, en cada carisma de fundación, por el hecho mismo de que en ellos domina « una profunda preocupación por configurarse con Cristo testimoniando alguno de los aspectos de su misterio »,aspecto específico llamado a encarnarse y desarrollarse en la tradición más genuina de cada Instituto, según las Reglas, Constituciones o Estatutos.”26

Uno de los elementos esenciales de la vida consagrada es el seguimiento de Cristo. Esta realidad nos la viene presentado el Magisterio de la Iglesia en forma significativa durante el período actual de la renovación de la vida consagrada. En la Perfectae caritatis leemos: “Como quiera que la última norma de vida religiosa es el seguimiento de Cristo, tal como lo propone Evangelio, todos los Institutos ha de tenerlos como regla suprema.” En Elementos esenciales sobre la vida religiosa: “Por los votos, el religioso dedica con gozo toda su vida al servicio de Dios, considerando el seguimiento de Cristo « como la única cosa necesaria » (PC 5) y buscando a Dios, y solo a Él, por encima de todo.”28 Y por último, en Vita consecrata: “El Hijo, camino que conduce al Padre (cf. Jn 14, 6), llama a todos los que el Padre le ha dado (cf. Jn 17, 9) a un seguimiento que orienta su existencia. Pero a algunos —precisamente las personas consagradas— pide un compromiso total, que comporta el abandono de todas las cosas (cf. Mt 19, 27) para vivir en intimidad con Él y seguirlo adonde vaya (cf. Ap 14, 4).”29

Hemos dicho que el fundador bajo la inspiración del Espíritu Santo, ha hecho una experiencia del Espíritu que le ha permitido percibir una nueva comprensión específica del evangelio o del misterio de Dios30 . Ha conocido una nueva faceta del misterio de Dios que se traduce en un conocimiento específico de Cristo. El fundador se convierte por tanto en un hombre o en una mujer “evangélicos”. Su actuar, su pensar y su querer quedan centrados por el “nuevo” Cristo que ha experimentado. Y pasa de un conocimiento teórico, a un conocimiento experimental, esto es, se convierte en un seguidor de Cristo. No se contenta con el conocimiento que ha adquirido de Cristo en su interior, sino que quiere imitarlo en su vida. Es por ello que podemos afirmar que cada fundador propone una nueva cristología al establecer con su vida un estilo específico del seguimiento de Cristo. El fundador quiere seguir a Cristo bajo las características específicas que ha experimentado, primero en la experiencia espiritual personal, y después, en la comprensión específica del evangelio y/o del misterio de Dios. Ambas harán que seguimiento de Cristo quede revestido de una espiritualidad particular y específica que deberá invadir todas las esferas del vivir, del pensar, del querer y del obrar cotidiano.

Es necesario por tanto conocer a fondo este nuevo Cristo que nos presenta el fundador. Más que un nuevo Cristo es el mismo Cristo visto bajo un punto de vista muy particular, un punto de vista generado a partir de la experiencia del Espíritu del fundador. Estos nuevos puntos de vista no vienen a suplantar ninguno de los elementos esenciales de la vida consagrada, a saber, la consagración mediante los votos, la vida fraterna en comunidad, la misión evangélica, la oración, el ascetismo, el testimonio público, las relaciones con la Iglesia, la formación y el gobierno31 . Éstos vienen a quedar revestidos del Cristo que ha conocido y experimentado el fundador, ya que se sigue a Cristo pobre casto y obediente con el carisma; se hace oración con el carisma, las prácticas ascéticas de la Congregación provienen siempre del carisma, etc. Cada aspecto de la vida consagrada se hace con el carisma, con el fin de imitar a Cristo, “el primer consagrado por el Padre.”

Esta imitación, lo veremos en el siguiente capítulo, debe bajar a todos los detalles de la vida de la mujer consagrada, pues así ha quedado consignado por el fundador. Las Constituciones, los Estatutos, le Regla de vida y los demás documentos oficiales de la Congregación no deberían tener otro objetivo que el de desarrollar más plenamente el carisma para lograr que infunda y dé vida a todas las realidades con las que tienen contactos los miembros del Instituto o Congregación, de tal manera que pueda brillar con mayor esplendor el Cristo que ha conocido el fundador. Una vida consagrada que no haga referencia constante al Cristo del fundador, es una vida consagrada débil, sin identidad propia, dejada al vaivén de cualquier ideología o punto de vista.

La identidad propia, tan auspiciada por el Concilio Vaticano II32 y recordada por el Magisterio en esta época de renovación de la vida consagrada33 , tiene en el seguimiento de Cristo su fundamento. Las notas características que distinguen a un Instituto de otro, tienen su origen en la cristología específica. Quien da sostén a cada elemento específico de la vida consagrada vivido con un estilo particular –el estilo querido por el fundador- lo es sin duda la persona de Cristo. Si la referencia última de todo el actuar, vivir y querer de los miembros del Instituto no es la persona de Cristo presentada y vivida por el fundador, la vida consagrada podrá caer en dos escollos. En un rigorismo ascético, lleno de normas, disciplinas, horarios, pero vacío de Cristo. O en un laxismo exasperante (propio del relativismo de nuestra época) en dónde todo tiene cabida, porque no hay puntos de referencia estable34 .

El punto de referencia para cada Congregación debe ser la persona de Cristo, con los matices propios con los que lo vio, lo vivió y lo transmitió el fundador. Ahí convergen y de ahí parten todos los elementos esenciales de la congregación: su espiritualidad, el seguimiento de Cristo y las manifestaciones concretas de su obrar cotidiano. Dichas manifestaciones concretas podrán recogerse en las sanas tradiciones y en todo aquello que forme el patrimonio espiritual35 y apostólico del Instituto: “Todos han de observar con fidelidad la mente y propósitos de los fundadores, corroborados por la autoridad eclesiástica competente, acerca de la naturaleza, fin, espíritu y carácter de cada instituto, así como también sus sanas tradiciones, todo lo cual constituye el patrimonio del Instituto.”