30 preguntas sobre magia, espiritismo y fuerzas ocultas

Magia, Maleficios y Espiritismo
Autor: Oscar Gerometta

Según el pensamiento mágico existen fuerzas en la naturaleza que pueden ser captadas a través de rituales y utilizadas para el bien o para el mal.




En los últimos años ha ido ganando campo el pensamiento mágico, el que puede ser caracterizado por el convencimiento personal de la existencia de una serie de fuerzas en la naturaleza, susceptibles de ser captadas a través de rituales que permitirían direccionarlas en beneficio o detrimento de las personas.

No se trata de grupos definidos y estructurados en general, sino más bien de la difusión del recurso habitual a ‘parapsicólogos’, ‘videntes, ‘sanadores’, ‘adivinos’, ‘chamanes’, capaces de ‘ver’ lo que suele estar oculto a los ojos del vulgo, realizar o destrabar trabajos, preparar conjuntos, talismanes y pociones, etc.

Este fenómeno tiene algunas manifestaciones que podríamos considerar como ‘culturales’, tales como el uso de cintas rojas en la muñeca para evitar la envidia; pero también puede tomar características más estructuradas cuando van de la mano de personas supuestamente dotadas de ‘dones’ que les permiten ofrecer sus ‘servicios’ a quienes los requieran, aprovechando un cierto espíritu supersticioso.

En este sentido, y ante la confusión que estas ofertas y prácticas provocan, es conveniente tener en cuenta:


Que la posibilidad de manifestaciones que pueden parecer no comunes (tales como predicciones, hipnosis, capacidad de influenciar, etc.), no requiere de suyo la apelación a una calificación sobrenatural para poder explicarlas.

Que muchas de estas manifestaciones o fenómenos se pueden explicar suficientemente a través de la sugestión individual o colectiva, que puede ser directamente querida y provocada por quien lo conduce, o provocada incluso involuntariamente.

Que el hecho de que la ciencia no pueda dar una explicación acabada de un fenómeno no indica su carácter preter o sobre natural, sino simplemente nos señala uno más de los límites de la ciencia, los cuales hemos de aceptar con humildad.

Que ante el deseo de buscar una explicación, ha de apelarse primeramente a las explicaciones de orden físico, luego a las de orden médico, luego a las de orden psicológico, y solo entonces a las de orden sobre humano. Pero aún en este último supuesto, no quiere decir que sean necesariamente referidas a Dios.

Que el demonio obra más habitualmente a través de la tentación y la seducción, que utilizando recursos extraordinarios. No debe adjudicarse a la acción del maligno, lo que puede ser simplemente explicado a través de la libertad y la debilidad del hombre.

Que un cristiano en Gracia de Dios, no tiene motivo para tener ningún ‘trabajo’ o ‘brujería’, ya que en él está presente el mismo Señor. La mejor prevención contra los maleficios es la confesión frecuente.

Que Dios obra ordinariamente en el mundo, conduciendo la historia a través de los hombres y mujeres sencillos que son fieles a su llamado de Amor; las intervenciones extraordinarias, tienen lugar solo extraordinariamente, y por lo tanto no debe darse un carácter extraordinario a lo que podría explicarse de un modo más sencillo.



Algunas Consideraciones

Desdichadamente, la falta de formación y un cierto espíritu supersticioso que anida en el corazón de todo hombre, hace que muchos cristianos aún piadosos acudan a prácticas mágicas o adivinatorias en algunas circunstancias. En este punto es conveniente recordar lo que señala el Catecismo de la Iglesia Católica al respecto (n. 2116-2117).

"Todas las formas de adivinación deben rechazarse: el recurso a Satán o a los demonios, la evocación de los muertos, y otras prácticas que equivocadamente se supone ‘desvelan’ el porvenir" (Cf. Dt 18,10; Jr 29,8).

La consulta de horóscopos, la astrología, la quiromancia, la interpretación de presagios y de suertes, los fenómenos de visión, el recurso a ‘médium’ encierran una voluntad de poder sobre el tiempo, la historia y, finalmente, los hombres, a la vez que un deseo de grajearse la protección de poderes ocultos. Están en contradicción con el honor y el respeto, mezclados de temor amoroso, que debemos solamente a Dios.

"Todas las prácticas de magia o de hechicería mediante las que se pretende domesticar potencias ocultas para ponerlas a su servicio y obtener un poder sobrenatural sobre el prójimo – aunque sea para procurar la salud -, son gravemente contrarias a la virtud de la religión. Estas prácticas son más condenables aún cuando van acompañadas de una intención de dañar a otro, recurran o no a la intervención de los demonios. Llevar amuletos es también reprensible.

El espiritismo implica con frecuencia prácticas adivinatorias o mágicas. Por eso la Iglesia advierte a los fieles que se guarden de él. El recurso a las medicinas llamadas tradicionales no legitima ni la invocación de las potencias malignas, ni la explotación de la credulidad del prójimo."

Mama vuelve a casa


Las feministas redescubren la maternidad
Autor: Zenit.org | Fuente: Zenit.org

Considerada en su momento por las feministas como una opción de segunda clase, la maternidad ha ganado gradualmente su favor.






LONDRES, sábado, 2 octubre 2004 (ZENIT.org).- Considerada en su momento por las feministas como una opción de segunda clase, la maternidad ha ganado gradualmente su favor.

En los sesenta y setenta, se animaba a las mujeres a liberarse de los grilletes de la servidumbre del hogar y a buscar su realización en un puesto de trabajo. Pero tras el aumento de mujeres que pensaban en su carrera retrasando sus embarazos o renunciando a tener hijos, muchas han descubierto que el éxito en el trabajo proporcionaba satisfacción sólo a corto plazo.

El autor británico, James Tooley, en su libro del 2002 «The Miseducation of Women» (La Ineducación de las Mujeres), describe cómo algunas de las feministas de la primera generación han cambiado en los últimos años su opinión sobre la maternidad. Tooley, profesor de política educativa en la Universidad de Newcastle, en Inglaterra, cita a Betty Friedan, quien ya en un libro de 1982 admitía que hay un «profundo impulso humano en el tener hijos».

Tooley también señala que la principal escritora feminista, Germaine Greer, que, en libro de 1971 «The Female Eunuch» (El Eunuco Femenino), desdeñaba la crianza de los hijos y la maternidad, ha admitido últimamente que «llora por sus hijos no nacidos», y lamenta no haber tenido hijos.

Y Tooley cita el libro de Danielle Crittenden de 1999, «What Our Mothers Didn’t Tell Us: How Happiness Eludes the Modern Women» (Lo que Nuestras Madres no nos dijeron: cómo la Felicidad se les ha escapado a las Mujeres Modernas). Crittenden, tras la experiencia de haber sido madre, escribió que «la única decisión, la más profunda, que cambia la vida» tiene lugar cuando una mujer decide tener un hijo.

Deseo maternal
Una mirada más reciente a la maternidad nos la da el libro publicado a principios de este año: «Maternal Desire: On Children, Love, and the Inner Life» (Deseo Maternal: sobre los Hijos, el Amor, y la Vida Interior». Escrito por Daphne De Marneffe, un psicólogo clínica y madre de tres hijos, el libro considera el tema de la maternidad sobre todo desde la perspectiva psicológica.

A pesar de su defensa del aborto como una elección de la madre, De Marneffe, sin embargo, intenta elevar el concepto de la maternidad. Con demasiada frecuencia, el mundo de hoy minusvalora a las mujeres que optan por la maternidad con «una insistencia intransigente de que algo les falta a las mujeres que pasan su tiempo siendo madres», observa el prólogo.

Ocuparse de los hijos, admite De Marneffe, implica auto sacrificio. Esto puede ser un punto difícil para que las mujeres negocien, explica. Sin embargo, mientras las mujeres hacen sacrificios económicos al tener hijos, también experimentan recompensas emocionales al criar a los pequeños.

De Marneffe invita a las mujeres a que no se centren en los momentos de sacrificio, que pueden implicar el retrasar planes personales o perder el control sobre el propio tiempo. Más bien, anima a las mujeres a que vean la maternidad dentro de los «más profundas metas» implicadas en el tener hijos. «Este proceso puede ser de un placer extraordinario», explica De Marneffe. Pasar la mayoría del tiempo despertándose, o durmiendo con los hijos y dedicarse a hacerlos felices conduce a «enormes gratificaciones».

Además, la maternidad no va sólo de placer y de sentirse bien, continúa. «También está basada en un sentido de significado, de moralidad, incluso de estética». Una vida dedicada a criar hijo no sólo expresa los ideales de una madre y sus metas éticas, sino también, a pesar de las fatigas diarias, dice «algo intrínsecamente lleno de significado» sobre superar estos problemas en el proceso de cuidar a los hijos.
Feminismo y maternidad

Existen fuertes sensaciones a la hora de cómo reconciliar el valor de la maternidad con el feminismo, observa De Marneffe. Muchas feministas se han centrado en buscar liberar a las mujeres del hogar para integrarlas plenamente en el mundo de los negocios y la política. Con demasiada frecuencia, observa, estos esfuerzos han «sobre simplificado el deseo de las mujeres de ser madres y lo han calificado como una visión generalmente retrógrada y sentimental del sitio de las mujeres».

Esta tendencia ha contribuido a «una devaluación social general del aportar cuidados, una devaluación con efectos económicos y psicológicos». De Marneffe sostiene que los libros feministas suelen considerar con mucha frecuencia el deseo de cuidar a los hijos «como algo menor o como una situación corregible». El deseo de una madre de cuidar a sus hijos, y la promoción de los medios políticos para facilitar esto, «debería estar también en la agenda feminista», defiende.

Mientras critica este aspecto del feminismo, De Marneffe también se distancia de lo que denomina «ideología tradicionalista». Busca, más bien, un equilibrio entre quienes niegan la necesidad de una madre de cuidar a sus hijos y quienes excluirían a las mujeres de cualquier interés que no fueran sus hijos.

Superar las dificultades
De Marneffe es realista cuando habla de la maternidad. Las alegrías despertadas por los hijos pueden evaporarse fácilmente frente a los problemas de cada día. Además, la coerción, la pobreza y las dificultades emocionales pueden ser también graves problemas para las madres. Además, las mujeres pueden sentirse laceradas por deseos de competencia, y adaptar las metas laborales y la elección de carrera con el tener hijos no es fácil.

Parte del libro de De Marneffe considera cómo hacen frente las mujeres a las tensiones de estar en casa con los hijos o salir a trabajar, y las preocupaciones consiguientes del cuidado de los hijos. Con demasiada frecuencia, lamenta, el puesto de trabajo concede a las mujeres poca flexibilidad en término de reconciliar maternidad con carrera. Dividida entre sus hijos y el trabajo, las madres son también presa en los últimos años de un constante flujo de libros y teorías sobre los posibles efectos de dejar a sus hijos en manos de otros. Y generalmente, cuanto más alto llegan en su carrera, menos posibilidad tienen las mujeres de conseguir tiempo suficiente para sus hijos.

«Parece que no podamos manejar la conceptualización de la interdependencia de las madres y el bienestar de los hijos de una manera que parezca respetable o consistente con el progreso de las mujeres», concluye De Marneffe.

Observa que en el pasado ella se ha encontrado en ambos lados del debate sobre el cuidado de los hijos, pero en los últimos tiempos favorece el punto de vista de que dedicar más tiempo a los hijos es importante. Como nota personal, cita su propia experiencia cuando, haciendo frente a un número creciente de hijos, recortó sus compromisos laborales para dedicar más tiempo a la maternidad, mientras al mismo tiempo seguía con un cierto nivel de actividad profesional.

Carta a los obispos
La maternidad ha sido uno de los temas tratados en la carta a los obispos publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe el pasado 31 de julio. La «Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la Colaboración del Hombre y la Mujer en la Iglesia y el Mundo» observa que «Entre los valores fundamentales que están vinculados a la vida concreta de la mujer se halla lo que se ha dado en llamar la ‘capacidad de acogida del otro’» (No. 13).

A pesar de lo que la carta denomina «un cierto discurso feminista», la mujer sin embargo «conserva la profunda intuición de que lo mejor de su vida está hecho de actividades orientadas al despertar del otro, a su crecimiento y a su protección».

Esta capacidad, continúa la carta, «es una realidad que estructura profundamente la personalidad femenina. Le permite adquirir muy pronto madurez, sentido de la gravedad de la vida y de las responsabilidades que ésta implica. Desarrolla en ella el sentido y el respeto por lo concreto, que se opone a abstracciones a menudo letales para la existencia de los individuos y la sociedad».

La carta tiene cuidado en observar que no se debe «considerar a la mujer exclusivamente bajo el aspecto de la procreación biológica», aunque la maternidad «es un elemento clave de la identidad femenina». Considerar a las mujeres desde un punto de vista exclusivo de «fecundidad biológica» a menudo va acompañado «de un peligroso desprecio por la mujer».

La carta también defiende las políticas que buscan eliminar la discriminación sexual injusta en la educación, el trabajo, la familia y la vida cívica. Al mismo tiempo, «La defensa y promoción de la idéntica dignidad y de los valores personales comunes deben armonizarse con el cuidadoso reconocimiento de la diferencia y la reciprocidad, allí donde eso se requiera para la realización del propio ser masculino o femenino». La maternidad y el feminismo pueden tener más en común de lo que muchos reconocen.

Se una mujer nueva


El misterio de la mujer nueva
Autor: Antonio Orozco

Protege, cuida, mima, a esa niña, a esa joven, a esa madre, a esa anciana, que te me ha recordado con el encanto de su luz mariana.


En mayo estalla la vida, la flor, la luz. En las plazas de la antigua Roma, y ante la puerta de los hogares, se plantaban árboles recién cortados, ornados de flores y cintas: «mayos» se llamaban, y salpicaban de colores y aromas ciudades y aldeas. En España, se festejaba a Nuestra Señora de Mayo, ya en el siglo XV.

Una Virgen plena de juventud y gracia, Madre de un Niño-Dios, es siempre como una primavera en sazón. En aquel entonces se plantaba un «mayo», y las flores eran para coronar de triunfo a la Reina del Universo.

Todo tiempo es propicio para honrar a la Señora. Pero mayo es el mayor mes mariano. Por eso es "el mes en que descienden hasta nosotros los dones más generosos y abundantes de la divina misericordia" [1].

¡Cómo quiere Dios a su Madre! ¡Cómo quiere que la queramos! Desea que en todas partes de la Tierra se alce un conmovedor espectáculo de fe y amor, de modo que desde el corazón de los cristianos suba el más ferviente y afectuoso homenaje de su oración y veneración [2]. Es justo, es necesario, es buenísimo; Dios lo quiere y el Espíritu Santo ha inspirado a la piedad popular expresiones sumamente delicadas de veneración y afecto a nuestra Madre (...) La tradición cristiana nos insta a ofrecer flores, «ramilletes» y piadosos propósitos a la «Toda-hermosa» y «Toda-santa» [3].

La Iglesia contempla gozosa a María como el fruto más acabado de la Redención, como una purísima imagen que ella misma ansía y espera ser [4]. Canta sin rubor el o felix culpa! por la primera mujer, que no supo, que no quiso ser fiel a su gran misión y, soberbia, introdujo en el mundo la reata de tragedias que afligen a la humanidad desde aquellos albores de su historia.

Al Redentor precede una mujer: la Mujer Nueva; ideal hecho belleza femenina real, esmaltada de toda calidad humana y llena de toda la gracia divina. Un Arcángel, enviado de Dios, lo dice: "¡Alégrate, llena de gracia!...". Se enciende el rostro de María, manzana hermosísima arrebolada, no como aquélla del paraíso perdido, bella corteza con pulpa de muerte. Estamos en los momentos de supremo lirismo en la tierra. «Si pudiéramos ver a la Virgen en aquel instante, veríamos el mayor esplendor de la gracia en una naturaleza humana. Tanta, que sus reflejos siempre duran, y los vemos aún más o menos en el rostro de toda mujer...» [5].

Ha sucedido una feliz casualidad: al poco de leer tales palabras, nos topamos con las de Juan Pablo II donde afirma que la Virgen es la «Mujer nueva». En Ella Dios ha revelado los rasgos de un amor maternal, la dignidad del hombre llamado a la comunión con la Trinidad [6]. Es Hija, Madre y Esposa de Dios: el esplendor de la mujer toca así el vértice de lo humano [7], y todas encuentran en Ella la expresión perfecta de lo más sustantivo de su esencia: belleza, encanto, pureza, fecundidad. María es plenamente Madre (¡de Dios!) y estrictamente Virgen, antes del parto, en el parto y después del parto [8], tanto en el aspecto material como en el espiritual. El milagro, para Dios, es sumamente fácil, pero también constituye una palabra de contenido inmenso; un mensaje que debe descifrarse con amorosa humildad.

Cuando nace de mujer, Dios glorifica la maternidad; al querer virgen a su Madre, glorifica aún más la virginidad; y satanás bufa de rabia, y furioso de ira ansía en vano devorar a quien le aplastará la cabeza: Ipsa conteret caput! [9].


Feminismo bueno

Dice el Papa: "No se puede pensar en María, mujer, esposa, madre, sin advertir el influjo saludable que su figura femenina y materna debe tener en el corazón de la mujer". Importa mucho que la mujer no resista la suave acción mariana: se perdería a sí misma, se esfumaría la esencia de su esencia; se corrompería en la frivolidad o la angustia, y corrompería todo en su entorno: familia, sociedad, iglesia. Por eso a todos concierne la defensa de su auténtica imagen, a semejanza de la Mujer Nueva. Por eso es muy de agradecer la maravillosa, justísima y profunda Carta Apostólica del Santo Padre Juan Pablo II, Mulieris dignitatem.

Cada mujer debe mirarse en la Virgen como en el espejo de su dignidad y de su vocación [10]; debe reflejar su modelo único: la Virgen de Nazaret y de Belén, de Caná y del Calvario [11]. Debe navegar contra viento y marea hacia la plenitud de su esencia específica. Así, al ser ella misma, será posible y fácil la bellísima sugerencia del Papa: "si cada mujer puede mirarse en la Virgen como en un espejo de su dignidad y de su vocación, cada cristiano tendría que ser capaz de reconocer en el rostro de una niña, de una joven, de una madre, de una anciana, algo del misterio mismo de Aquella que es la Mujer nueva" [12].

Esto es feminismo esencial, fecundo. Esto es cristianismo: el único humanismo auténtico, el único feminismo verdadero, que descubre en la mujer su más sabrosa sustancia: el misterio mariano.


El misterio mariano

¿Cómo describirlo en breve? María es Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo. Esto es lo que -salvando distancias y diversidad de modos- está llamada a ser toda mujer.

Que cada una ha de comprenderse hija de Dios Padre, es cosa sabida. En la filiación divina, que es participación en la vida íntima del Padre, radica la insuperable nobleza, el señorío indiscutible. Ninguna hija de Dios es inferior a otra o a otro. La diversidad innegable e intraicionable, en modo alguno es inferioridad. No caben envidias ni contiendas de ningún tipo.

Más insólito es ver en cada mujer cristiana a la madre de Dios Hijo. Sin embargo, los antiguos Padres de la Iglesia enseñaban sin inconveniente que -en resumen- el alma pura concibe al Verbo [13]. San Ambrosio hace unas consideraciones que a primera vista resultan atrevidas, pero que tienen un sentido espiritual claro para la vida del cristiano. "Según la carne, una sola es la Madre de Cristo; según la fe, Cristo es fruto de todos nosotros [14]". ¿Y qué no acontecerá en el alma femenina que viva esa realidad teológica, mística, de tan altos y espléndidos vuelos, así como de tan tiernas y recias resonancias?

Finalmente, la mujer cristiana es esposa del Espíritu Santo. Con melodía de rimas y acentos más líricos, suenan para ella las palabras de Dios a Israel, a la Iglesia: "El que te hizo te tomará por esposa" [15]. También a ti el Espíritu Santo te cubrirá con su sombra y serás madre de Cristo por la fe y el amor.

Hija de Dios Padre, madre de Dios Hijo, esposa de Dios Espíritu Santo: es el misterio escondido en cada mujer; vocación, llamada divina que zumba imperiosa y vibra en cada fibra del corazón femenino, reclamando ser escuchada, asumida, vivida libre y gozosamente, y ser descubierta por la mirada de sus semejantes.

Toda mujer ha de ser un espejo de su Madre Virgen. Y todos hemos de mirar mucho, con mucha atención, a María, para llenarnos de su luz, para verlas siempre -niña, joven, madre o anciana- con resplandores marianos; y admirar en cada una la hermosa y venerable huella de la maternidad o los destellos espirituales de la virginidad; y, siempre, de la santa pureza, el esplendor, rico en matices, que emerge de un amplio corazón copioso en altos valores, asomados en el rostro transparente de un alma auténtica de mujer.

Alguien ha escrito con algún apresuramiento: «Vosotras mujeres, cuando sois bonitas, estáis dispensadas de ser buenas; cuando sois buenas no necesitáis ser bonitas; y cuando sois bonitas y buenas, no hay sino adoraros de rodillas como a un trasunto de la Divinidad en la tierra» [16]. Habría que rectificar lo primero y lo segundo, superar lo epidérmico, sin subestimar la apariencia, alcanzar el ser y la esencia. ¿Acaso la mujer puede ser -no sólo «estar»- hermosa sin ser buena? Y si es buena, siempre es hermosa y todo lo hermosea. En cada una se ven los rasgos que iluminan el semblante de Santa María: amor de Dios encendido; amor abnegado a todas las almas; luz de la mirada limpia, mar alto y profundo, cielo terso y sol radiante; la sencilla elegancia, siempre femenina, del atuendo bien aderezado, con gracia, modestia y pudor; sensibilidad para todo lo noble y bello, alma de artista y de poeta. Y "lo que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad..." [17].

Y su fortaleza. ¡Qué poco de la mujer sabía Hamlet cuando exclamaba: «¡Fragilidad, tu nombre es mujer!». ¡Él sí que era frágil!. Si todas, o un buen puñado, se pusieran -con esfuerzo, claro es- a la altura de su dignidad, con respuesta cabal a la llamada divina? El mundo sería casi un paraíso, porque la mujer es el corazón del mundo.


Despertar a las dormidas

Pedimos ahora a la Virgen Madre que muestre sus ojos misericordiosos y despierte a las dormidas; que vista con el encanto del pudor y la elegancia a las que aún no hayan descubierto el valor de esas virtudes básicas; que las mueva a respetarse y nos obliguen a respetarlas y venerarlas; que las ilumine con la mágica luz de su misterio.


Un gozo incesante

Es gozoso andar diciendo en silencio, al ver a una mujer: "Dios te salve, María, hija de Dios Padre: Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo: Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo... ¡Más que tú, sólo Dios!"... [18]. Protege, cuida, mima, a esa niña, a esa joven, a esa madre, a esa anciana, que te me ha recordado con el encanto de su luz mariana.

Jamás nos acostumbraremos a ver -jamás "miraremos"- a la mujer que se ha perdido a sí misma, o que la han echado a perder, pisoteando su dignidad, su vergüenza, su esencia, y se ha convertido, o la han convertido en «objeto», en «cosa», quizá en carne para pasto de buitres, en mercancía puesta a precio de ciertos cines, kioskos, televisiones y demás prostíbulos. Nos llenaremos de ira santa: irascimini et nolite peccare! [19]. Pediremos perdón por tan monstruosa deformidad, que tanto ofende y hace sufrir a Dios y a su Madre. Pondremos todos los medios a nuestro alcance, que los hay, para detener ese envilecimiento de la mujer -y con ella, del hombre- que agresivamente procura el materialismo militante, obra tristísima de hombres y mujeres.

Volveremos nuestra mirada -aún con mayor humildad, amor y gratitud- a la Toda‑hermosa y Toda‑santa. Cantaremos el "¡Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea...!" y de nuevo: Dios te salve, María, Hija de Dios Padre: Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo: Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo... ¡Más que tú, sólo Dios!. Tú que tanto puedes, Tú que eres la Omnipotencia suplicante, ¡ayuda a tus hijas!, ¡ayuda a tus hijos! Que nunca nos falte en los ojos, en la mirada, la luz de tu misterio...

Rosa decens, rosa munda,
Rosa recens, sine spina,
Rosa florens et fecunda,
Rosa gratia divina [20].

Rosa hermosísima, Rosa purísima, Rosa tierna sin espina, Rosa fecunda, llena del encanto de la divina gracia. Madre del Amor hermoso. Que te veamos en todas las mujeres de la Tierra. Dígnate aceptar, a cambio, la pujante floración de sinceros propósitos de pureza que adornan nuestro «mayo», plantado hoy en tu honor a la puerta de nuestra alma, tu hogar, tu casa. Ven, quédate, no te vayas nunca, pase lo que pase. Así todo -la mirada y el corazón- será limpio, noble, luminoso, alegre, lleno de tu luz, de tu misterio, de los amores buenos, que no dan vergüenza y conducen al Amor...

Siete pasos para perdonar


Lo inteligente es perdonar

Jaime Nubiola
Profesor de Filosofía
Universidad de Navarra


Me conmovieron las palabras de Irene Villa que pude leer recientemente: "Para poder vivir, lo más inteligente es perdonar". Al releerlas ahora me siguen conmoviendo, no sólo porque proceden de alguien que ha perdido las dos piernas en un terrible atentado terrorista, sino sobre todo porque llegan hasta el fondo del problema vital del perdón.


La fuerza de estas palabras no radica sólo en que muestran la grandeza de un corazón capaz de perdonar a sus agresores; su fuerza estriba –me parece– en su valiente apelación a la inteligencia: lo más inteligente es perdonar. Como escribió la Madre Teresa, "el perdón no es un sentimiento, sino una decisión". El perdón no es sentimentalismo edulcorado; es una condición indispensable para poder vivir una vida plenamente humana.


En contraste con esta afirmación no es difícil ver a nuestro alrededor muchas personas que hacen del rencor el doloroso centro de su vida y a veces incluso el principal motor de su existencia. Cuántos hermanos que no se hablan, vecinos que no se tratan, matrimonios que se separan entre violentas recriminaciones. A esas situaciones extremas se llega casi siempre porque se piensa ingenuamente que no hace falta hablar, que no hace falta pedir perdón, que el tiempo solucionará la afrenta. Sin embargo, todos tenemos comprobado que el paso del tiempo en muchas ocasiones no hace más que enconar las heridas y ensanchar el resentimiento. Como dice uno de los personajes de Malcolm Lowry en su novela Bajo el volcán, "el tiempo es un falso curandero". Lo que hace falta no es dejar pasar el tiempo, sino aplicar la inteligencia para limpiar bien la herida, para distinguir entre la agresión y el agresor, entre la ofensa y la persona que la ha causado, para descubrir el camino del perdón. En muchos entornos la reacción casi instintiva ante la agresión –real o quizá sólo posible– es precaverse construyendo muros que protejan, delimitando muy bien las responsabilidades, funciones y competencias de unos y de otros, y arbitrando unos sistemas públicos de control. Todos tenemos experiencia de que esta actitud es a la postre del todo insuficiente para una convivencia humana de calidad, sea en una empresa, en una comunidad de vecinos o en la sociedad en general. Indudablemente, hay que ser prudentes y tomar medidas para que no pueda repetirse la agresión, pero perdonar significa tomar la decisión inteligente de derribar las vallas para construir puentes que permitan a los demás acercarse.

La experiencia humana muestra que mientras se identifica al agresor con la ofensa, no es posible que cicatrice la herida ni es posible el perdón. Más aún, si con el tiempo llega finalmente a cicatrizar la herida, casi siempre queda como secuela un sordo resentimiento contra el agresor capaz de reabrir la herida –e incluso de llegar a ensancharla– cada vez que voluntaria o involuntariamente reviva en la imaginación. Ese rencor es capaz de llenar la vida de un ser humano incapacitándole para el perdón. Estas personas –ha escrito J. Christoph Arnold, autor de El arte perdido de perdonar– "constantemente defienden su indignación: sienten que el hecho de haber sido heridas tan profunda y frecuentemente les exime de la obligación de perdonar, pero son quienes más lo necesitan". No se trata de olvidar lo ocurrido o de resignarse, sino –prosigue este autor– "de tomar una decisión consciente de dejar de odiar, porque el odio no ayuda nunca. Como un cáncer, el odio se extiende a través del alma hasta destruirla por completo".

No puede construirse una vida humana a partir del odio, ni siquiera a partir del odio hacia quienes contra toda justicia nos hayan agredido, engañado o defraudado. En el último libro de Juan Pablo II Memoria e identidad se recoge una conversación en la que el Papa y su secretario Mons. Dziwisz rememoran la figura del asesino profesional Alí Agca, que en la tarde del 13 de mayo de 1981 hirió gravísimamente al Papa en la Plaza de San Pedro. "Fui testigo –recuerda Mons. Dziwisz– de la visita del Santo Padre a Alí Agca en la cárcel. El Papa lo había perdonado públicamente ya en su primera alocución después del atentado. Por parte del preso nunca le oí pronunciar las palabras "Pido perdón". Le interesaba únicamente el secreto de Fátima". Al parecer Alí Agca no tenía interés alguno en el perdón, sólo estaba interesado en descubrir cómo era posible que no le hubiera salido bien el atentado: lo había preparado muy concienzudamente y, para su sorpresa, la víctima había escapado de la muerte, quizá gracias a una fuerza superior a su poder de disparar y de matar. Me parece que hay algo terriblemente inhumano en esa actitud.

El filósofo francés André Glucksmann ha recordado recientemente en una entrevista en La Nación de Buenos Aires la tragedia clásica de Medea para denunciar las supuestas razones de los terroristas. Al ser abandonada por su marido Jasón y separada de sus hijos, Medea planea una terrible venganza. "Medea se niega a toda negociación; abre sus heridas en vez de dejarlas cicatrizar. Su dolor se transforma en un dolor absoluto que le permite el furor absoluto. Así llega a matar a sus hijos ante los ojos de Jasón y le explica que si tuviera un tercer hijo en el vientre se abriría las entrañas para matarlo también, dándose de esta forma muerte a sí misma. Medea se transforma en una bomba humana. Al vaciarse de toda humanidad, el odio a sí misma le permite un odio apocalíptico: la voluntad de terminar con el universo. Ese es el mecanismo del odio: el otro no es un blanco por lo que hace, sino por lo que es. Cuando se odia al otro por lo que es, no hay solución: hay que hacerlo desaparecer". Séneca es, sin duda, el gran dramaturgo clásico del odio.

Evocar a Medea sirve para recordar que no puede crecer una vida humana a partir de la semilla del odio, pero tampoco puede una sociedad o un grupo social determinado alimentar su cohesión favoreciendo el odio al extraño, al extranjero, al inmigrante o a las demás personas excluidas de la sociedad. Una sociedad realmente democrática sólo puede construirse donde hay perdón, donde se olvidan los agravios y se perdona a los agresores. Perdonar no es sólo acoger con los brazos abiertos, es también tender puentes que permitan al otro acercarse. Se dice a veces que somos bestias cuando matamos, humanos cuando odiamos, pero que en cambio nos acercamos o igualamos a Dios cuando perdonamos. Lo que aquí he querido decir es algo bastante distinto: que no sólo somos bestias cuando matamos, sino también cuando odiamos, y que en cambio somos realmente humanos al perdonar porque lo realmente inteligente –tal como decía Irene Villa– es perdonar.

O MELHOR DO BRASIL

Máximo González hizo honor a su condición de favorito y consiguió coronarse en el Challenger de Campiñas después de amargar en la final al local Caio Zampieri con una paliza de 6-3 y 6-2. Así, el tandilense levantó su segundo trofeo del año luego de que -en marzo- lograra ganar en Santiago de Chile y el número once de su carrera en esta categoría del circuito masculino.
En la definición por parejas de este torneo brasileño, Marcel Felder y Zampieri se impusieron a Fabricio Neis y Joao Pedro Sorgi por 7-5 y 6-4.
Eduardo Schwank, en cambio, no pudo cerrar con una sonrisa el fin de semana en Cali puesto que cayó por partida doble. En la instancia decisiva del singles, el rosarino perdió ante el anfitrión Alejandro Falla tras un marcador de 6-4 y 6-3, sumando su segundo traspié consecutivo en esta temporada (previamente en Roma 2 tampoco pudo contra el dueño de casa Simone Bolelli teniendo ahora un record de 7-7 en el ATP Challenger Tour).
La raqueta roldanense, junto al otro argentino Facundo Bagnis, se quedaron sin celebración en el duelo consagratorio entre binomios debido a que sucumbieron frente a Juan Sebastián Cabal y Robert Farah por 7-5 y 6-2.


OTROS RESULTADOS DEFINITORIOS DEL FIN DE SEMANA
ATP World Tour 250 de Bucarest: Florian Mayer superó a Pablo Andújar por 6-3 y 6-1 (en singles).
Daniele Bracciali y Potito Starace a Julian Knowle y David Marrero por 3-6, 6-4 y 10-8 (en dobles).

ATP World Tour 250 de Metz: Jo-Wilfried Tsonga a Ivan Ljubicic por 6-3, 6-7 (4) y 6-3 (en singles).
Jamie Murray y André Sá a Lukas Dlouhy y Marcelo Melo por 6-4 y 7-6 (7) (en dobles).

Challenger de Tashkent: Denis Istomin a Jurgen Zopp por 6-4 y 6-3 (en singles).
Harri Heliovaara y Denys Molchanov a John Paul Fruttero y Raven Klaasen por 7-6 (5) y 7-6 (3) (en dobles).

Challenger de Izmir: Lukas Lacko a Marsel Ilhan por 6-4 y 6-3 (en singles).
Travis Rettenmaier y Simon Stadler a Flavio Cipolla y Thomas Fabbiano por 6-0 y 6-2 (en dobles).

Challenger de Trnava: Iñigo Cervantes Huegun a Pavol Cervenak por 6-4 y 7-6 (3) (en singles).
Colin Ebelthite y Jaroslav Pospisil a Alexander Bury y Andrei Vasilevski por 6-3 y 6-4 (en dobles).

Challenger de Ljubljana: Paolo Lorenzi a Grega Zemlja por 6-2 y 6-4 (en singles).
Aljaz Bedene y Grega Zemlja a Roberto Bautista Agut e Iván Navarro por 6-3, 6-7 (10) y 12-10 (en dobles).



La foto está sacada de la página oficial del certamen

DOS MERECIDAS TRIUNFADORAS

El fin de semana de la WTA Tour tuvo los festejos de María José Martínez Sánchez y Chanelle Scheepers.
La española venció -en la final de Seúl- a Galina Voskoboeva por 7-6 (0) y 7-6 (2), recolectando así su quinta copa como profesional (en este 2011 también se había adjudicado Bad Gastein) mientras que para la oriunda de Moscú terminó siendo el mejor papel de su carrera pese a la derrota por duplicado porque, además, cayó en dobles en compañía de Vera Dushevina frente a Natalie Grandin y Vladimira Uhlirova luego de un score de 7-6 (5) y 6-4.
En la definición del Abierto de Guangzhou, Chanelle Scheepers hizo fácil las cosas y apabulló a Magdalena Rybarikova por 6-2 y 6-2. De esta manera, la sudafricana gritó campeona por primera vez en el circuito femenino.
El duelo consagratorio entre parejas se definió en tan solo 60 minutos y a favor de Hsieh Su-Wei y Zheng Saisai, quienes demolieron a Chan Chin-Wei y Han Xinyun después de un contundente tanteador de 6-2 y 6-1.



Las fotos pertenecen a la página oficial de la WTA Tour

Conoce si eres neurótico


Consejos para evitar la Neurosis

La OMS, define como un trastorno psíquico sin una alteración orgánica demostrable, en el cual el juicio de la realidad se halla conservado y hay lucidez. Las personas neuróticas son conscientes de su enfermedad, ya que reconocen sus síntomas, de los que la angustia es el más importante

El rencor, el resentimiento, el odio, la neurosis, la histeria, son parte de la Ira. La neurosis por sí sola es una enfermedad que padecen muchos seres humanos a nivel mundial. En unos segundos de ira desmedida el individuo ha sido capaz de convertirse en asesino.




La sinceridad no se encuentra en las palabras, sino en los gestos, conocer el significado de las señales propias y ajenas, las poses corporales o las caras, es dominar por completo los sentimientos ocultos de los demás y aprender a explotar los propios.


Aprender a convivir, a entender, a relacionarnos abiertamente sin desconfianza, a soportar juicios adversos son algunos requisitos para mejorar nuestra relación con el resto de la gente. Para lograr esto te recomiendo los siguientes ejercicios prácticos.


• Asume la postura mental de mejorar tu capacidad para hacer frente a los problemas, tomándote el tiempo que sea necesario sin plazos ni limites.


• Mantén una comunicación "pura". No culpes a otros ni critiques.


• Presta atención, cuando superas un conflicto, ¿Cómo lo superas? ¿Te importa llegar a la verdad o simplemente te interesa discutir?


• Una discusión no es un deporte. No se discute para ganar, sino para superar un supuesto problema, si al discutir admites que el otro tiene razón, no lo veas como una derrota, los dos ganaron al superar el conflicto.


• Ten en cuenta que el conflicto se afronta mejor "suavizando" las disputas, siendo complaciente y "cediendo" a las exigencias de los demás.


• Pídele a alguien que te ayude a practicar la capacidad para escuchar, deberá relatar algún episodio de su vida un poco complicado o problemático durante cinco minutos, pon atención con todos tus sentidos en lo que está diciendo.


• Concentra tu atención no sólo en las palabras, sino también en la entonación que les da, en las pausas y los movimientos de la cara y el cuerpo.


• Invierte el papel ahora tu hablarás durante cinco minutos.


• Con esto comprobaras que no siempre es fácil estar atento, que poniendo toda la atención en el otro se descubren cosas insospechadas de la personalidad; que si uno pone todo lo suyo para atender al otro, es retribuido de la misma forma; que verbalizando los problemas muchas veces parecen más solucionables de lo que creías.


• El ser humano tiene la capacidad de fabricar pensamientos, positivos o negativos, convertirlos en sentimientos buenos o malos, estos en emociones y éstas en estados de ánimo tristes o alegres, según haya sido la elección de la materia prima que los fabricó: pensamientos positivos o negativos.


• Por lo tanto, la neurosis se evita fabricando la calma, la serenidad, la ecuanimidad, la cordura, tiempos de oración y meditación, o sea, analizar las cosas concienzudamente y tener momentos de introspección antes de tomar decisiones apresuradas.


De lo anterior se deduce que debemos estar alertas para evitar que al confrontar hechos desagradables, se produzcan pensamientos negativos que nos conduzcan finalmente a estados neuróticos de ansiedad o depresión. No debemos dejarnos llevar por un fracaso en la vida en un momento dado. Nadie es perfecto y todo el mundo todos los días comete errores.
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Educación positiva



La Importancia de Educar en casa
Autor: Víctor Corcoba Herrero
Lo que en el hogar se enseña, jamás se olvida.





La importancia de educar en casa

¿Por qué esta nueva asignatura ha causado espanto en tantas familias? De entrada, hemos de reconocer que la enseñanza en los últimos tiempos viene caminando a la deriva del político de turno, cuando en educación lo que se precisan son pactos de Estado.



A raíz de que el Tribunal Supremo español niega el derecho de objetar sobre la disciplina: Educación para la Ciudadanía, mucho se ha dicho y reflexionado en este país sobre la cuestión de fondo, que no es otra que dilucidar si un Estado tiene derecho a educar en valores morales a nuestros hijos. Dicho así, rotundamente digo que no. Pero como vivimos en un estado de confusión y mezcolanza permanente, conviene analizar la situación con la objetividad debida. Los contenidos de la asignatura en educación primaria constan de tres bloques, donde se propone un modelo de relaciones basado en el reconocimiento de la dignidad de todas las personas, del respeto al otro aunque mantenga opiniones y creencias distintas a las propias, de la diversidad y los derechos de las personas; donde a partir de situaciones cotidianas, se aborda la igualdad de hombres y mujeres en la familia y en el mundo laboral; subrayando un aspecto prioritario, relacionado con la autonomía personal, que es siempre la asunción de las propias responsabilidades, algo que exige la vida en comunidad y vivir en sociedad. En Educación Secundaria se desarrollan y amplían, atendiendo a la mayor edad de los alumnos, todos los contenidos de la asignatura en Educación Primaria, añadiendo algunos otros, como la aproximación respetuosa a la diversidad, las relaciones interpersonales, los deberes y derechos ciudadanos, las sociedades democráticas del siglo XXI, y ciudadanía en un mundo global.

Vistos los temas bajo su titularidad, rotundamente digo que sí, que deben impartirse.

Dicho lo anterior, entonces me pregunto: ¿Por qué esta nueva asignatura ha causado espanto en tantas familias? De entrada, hemos de reconocer que la enseñanza en los últimos tiempos viene caminando a la deriva del político de turno, cuando en educación lo que se precisan son pactos de Estado. Esto, desde luego, genera una desconfianza total por principio. Parece como si las guerras ideológicas tuviesen que librarse en las aulas. Todo se politiza y de ahí a caer en el adoctrinamiento cuando se es poder sólo hay un paso. En este sentido, la sentencia del Tribunal Supremo pienso que ha venido a poner orden y seguridad. La necesidad de una disciplina de este calado es primordial para comprender y comprendernos unos a otros, en suma para poder convivir. Ahora bien, no permite a los docentes imponer a los alumnos criterios morales o éticos que son objeto de discusión en la sociedad. Su contenido debe centrarse en la educación de principios y valores constitucionales. Esto creo que da protección a las familias, que van a poder alzar su voz y recurrir a las instancias judiciales, si fuese preciso e incluso con mayor fundamento jurídico si cabe, ante una transmisión de contenidos sectarios y adoctrinadores, tanto en los libros de texto como por parte de los educadores.

En todo caso, educar en familia siempre será, ha de serlo, de obligado cumplimiento, como también es un derecho fundamental de los progenitores el poder educar según las propias convicciones. El reconocimiento de la familia como agente educador por excelencia no es tema de controversia. Un profesor granadino, Antonio Rus Arboledas, en su obra investigadora y concluyente “la magia de educar en casa, razones de amor”, dirige sus esfuerzos precisamente, en la dirección de dotar a las familias de elementos para comprender la realidad y conductas de sus hijos y para actuar ante situaciones más o menos problemáticas y que normalmente aparecen como consecuencia del propio proceso de desarrollo vital. La investigación, que recoge el citado libro, pone de manifiesto que la intervención en el marco familiar ha de ser tanto de educación como de apoyo afectivo, remarcando que los esfuerzos educativos de mayor productividad son aquellos realizados en los primeros años y en las etapas de cambio-transición en el desarrollo, insistiendo y acentuando que la influencia familiar es el principal factor del aprendizaje de los alumnos. En consecuencia, si la educación en casa fortalece sobre todos los demás agentes educadores, como por otra parte suele quedar patente en todos los estudios socio-psicopedagógicos, nada hay que temer, esto dará pie para que los chavales puedan discernir. Los que poseen el espíritu de discernimiento saben cuanta diferencia puede mediar entre dos palabras parecidas, según los lugares y las circunstancias que las acompañen.

Tal vez lo más esperanzador de este revuelo social sea el despertar de esas familias preocupadas por la formación moral que puede injertar en los hijos la disciplina: Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos. Esto siempre es positivo, propiciar el debate educacional, ¡qué mayor futuro que la educación!; eso sí, lejos de cualquier partidismo político. El objeto de la educación no es hacer juegos políticos para en el futuro cosechar adictos, es formar personas aptas para gobernarse a sí mismos y no para se gobernados por los demás, para sentirse libre y no esclavo, para conquistar la virtud y el deseo de convertirse en un ciudadano de valores y de hacerse valer. Es de esperar que esa misma inquietud por esta asignatura, que estoy de acuerdo puede ser demoledora en la conciencia del discente si el enseñante no sigue las pautas que marca la norma y rubrica la sentencia del Tribunal Supremo, y aún más letal si la familia olvida el deber de educar en casa, se extienda a otros ámbitos como es la calle, la televisión, Internet, e inclusive otras disciplinas susceptibles de transmitir doctrina. Por el hecho de haber dado la vida, los padres tienen el derecho originario, primario e inalienable de educar a los hijos; por esta razón ellos deben ser reconocidos como los primeros y principales educadores. Es bueno para toda la sociedad que los padres reivindiquen sus derechos y deberes, impidan la intromisión en algo que les pertenece, máxime cuando tenemos un sistema educativo nefasto, partidista y aparcelado por autonomías, que hoy por hoy lo único que genera es abandono y fracaso. La importancia de educar en casa es vital. Es más fuerte que nada y que nadie. Lo que en el hogar se enseña, jamás se olvida; dice la sabiduría popular. Cuando menos es un consuelo

ENFRENTAMIENTOS DETERMINADOS

En Bangkok, la Federación Internacional de Tenis sorteó el Grupo Mundial de la Copa Davis 2012, en una ceremonia dirigida por el presidente de la ITF, Francesco Ricci Bitti.
El azar decretó que Argentina (segundo cabeza de serie) visitará -del 10 al 12 de febrero próximo- a Alemania, con quien no se mide desde la paliza albiceleste en 2003 en River Plate. Aunque el reciente enfrentamiento en la Copa Düsseldorf no fue positivo para la Legión Argentina, el historial copero nos sonríe porque nuestro país está 5-3 arriba.


RETOS DE LA PRIMERA RONDA DEL WORLD GROUP 2012
España vs Kazajistán
Austria vs Rusia
Canadá vs Francia
Suiza vs Estados Unidos
República Checa vs Italia
Serbia vs Suecia
Japón vs Croacia
Alemania vs Argentina



La foto está sacada de la página oficial de la Copa Davis

Para no tener miedo al sufrimiento

El sentido del sufrimiento
Autor: Robert Spaemann
Fuente: interrogantes.net

Distintas actitudes ante el dolor humano
La pregunta acerca del sentido del sufrimiento es la pregunta acerca de la experiencia de la falta de sentido, pues justamente en esa experiencia consiste el verdadero sufrimiento.

¿Qué sentido tiene la experiencia de lo sin-sentido?

¿Tiene esa pregunta algún sentido?

Es seguro que no apunta hacia ningún tipo de instrucciones para conseguir experiencia (lit. praxis): el sufrimiento es el límite de la praxis. El sufrimiento es aquello contra lo cual yo, al menos de momento, nada puedo hacer. La réplica de quien, hablando del sentido del sufrimiento, afirmase que debe ser combatido allí donde se dé, justifica de hecho el sufrimiento, y no debe ser tenida en cuenta como tal réplica. Porque no se pregunta cómo podemos disminuirlo, sino qué sentido tiene aquella situación en la que todos nuestros esfuerzos para disminuirlo o evitarlo llegan a un límite.

Todos experimentamos alguna vez tales situaciones: los esfuerzos humanos llegan a su fin, y sucede lo que no queremos. El tema «sentido del sufrimiento» es idéntico al tema: «sentido de lo que no queremos, de lo que nadie puede querer para sí mismo».


Miedo ante el sufrimiento

Si alguien, de quien se pudiera suponer que sufre menos que otros, hablase sobre el sufrimiento, se le podría objetar:«para ti es fácil hablar; deberías antes pasar por una situación de verdadero sufrimiento: se te acabaría entonces el discurso». Pero ésta no es tampoco una réplica razonable, pues si yo sufriera de manera extrema por un instante, me encontraría entonces, de hecho, en una situación en la que nada podría decir sobre el sentido del sufrimiento.

Con todo, cuando hablamos del sufrimiento no lo hacemos necesariamente como un ciego pudiera hablar del color. Es decir, no hay límites exactos entre sufrir y no sufrir; y no los hay, porque al hombre –como dijo Thomas Hobbes– el hambre futura ya le convierte hoy en un hambriento. Tenemos miedo del sufrimiento, y ya ese mismo miedo es sufrimiento.

Si yo estuviese hablando de un dolor físico que en este momento no tengo, o que quizá no he tenido nunca, entonces hablaría como un ciego habla del color. Pero el sufrimiento es algo distinto del dolor físico. El temor ante el dolor físico es, con frecuencia, peor que el propio dolor. Y siendo esto así, el miedo ante el sufrimiento es con frecuencia miedo del miedo. El temor ante la muerte no es en realidad miedo a estar muerto, sino miedo ante la situación en la que «mi corazón se llenará del máximo temor».

Sufrir es un fenómeno complejo. El dolor físico, el malestar, la sensación de desagrado, no son desde el principio idénticos al sufrimiento. Hay un grado moderado de dolor físico que de ningún modo podemos denominar sufrimiento, pues tiene, en la coherencia total de la vida, un sentido claramente conocido, una función biológica, y lo aceptamos sin objeción. El hambre, por ejemplo, tiene el sentido de mover a un ser vivo a que se preocupe por la comida. Una sensación aguda de hambre no supone ningún sufrimiento para el que sabe que, dentro de cinco minutos, se sentará ante una mesa bien provista. Sin embargo, la misma hambre es un sufrimiento para otra persona que sabe que, en un tiempo razonable, no va a tener nada que comer. Al hambre se le junta el miedo de un hambre mayor. El hambre pierde su sentido funcional allí donde ella es el mejor cocinero (es decir, cuando es muy grande): se convierte entonces en sufrimiento.

A partir de un cierto grado de intensidad, el dolor corporal como tal es ya sufrimiento, es decir, cuando devora todas las perspectivas positivas o negativas de futuro. Si ese dolor se va, se va de una manera notablemente perfecta. Los dolores ya desaparecidos gustan en cuanto tales, nada se tiene ya contra ellos; sólo queda la alegría de que han pasado. El mal (moral) pasado, por el contrario, sigue siendo mal, y es objeto de pesar.

Decía más arriba que el mecanismo del dolor tiene ante todo un sentido biológico: precisamente el de estimular una actividad. Si consideramos el dolor en un puro plano fisiológico, como mecanismo fisiológico, y no dentro de la vida orgánica, es claro que sólo dura y actúa durante el tiempo y con la intensidad que exige su función biológica. Si sólo cupiera considerarlo de ese modo, un enfermo incurable no debería sentir ya ningún dolor, porque el dolor no desempeñaría en él, en la práctica, ninguna función. Sin embargo, el dolor continúa actuando, despliega una vida propia, llega a ser un cuerpo extraño en el ser. En lugar de estimularnos a una actividad, nos condena a la pasividad. En este sentido hablamos aquí del sufrimiento.

Allí donde no se acierta a integrar una determinada situación dentro de un contexto de sentido, allí comienza el sufrimiento. El término alemán «sufrimiento» tiene, de manera análoga a sus términos correspondientes en otras lenguas, un doble sentido. Significa tristeza (infelicidad, desagrado, ...), y también sencillamente pasividad (en el sentido de passibilitas), o, por decirlo a la moda, frustración. La pregunta acerca del sentido del sufrimiento es, ante todo, una pregunta paradójica. Ella misma es expresión de sufrimiento, de ausencia indudable del sentido del actuar. Y se atraviesa en el camino de su propia respuesta (la obstaculiza). Apenas es posible darle una respuesta teorética, pues tal pregunta quedaría resuelta si desapareciera, pero no desaparece porque se resuelva. Los amigos de Job, con sus respuestas teoréticas, sólo consiguen irritarle. Dios no responde a sus preguntas, sino que le hace callar.


El sufrimiento en la sociedad moderna y en la sociedad primitiva

La sociedad moderna, tanto en Occidente como en el Este, también silencia la pregunta sobre el sufrimiento, pero de una manera distinta, es decir, suprimiéndola. La sociedad moderna concentra sus esfuerzos en la evitación y en la disminución del sufrimiento, y, por cierto, tratando de evitarlo no sólo de una manera indirecta, sino directa, como es eludiendo su interpretación. Los métodos y técnicas para evitar el sufrimiento tienen, sin embargo, por desgracia, efectos paradójicos. Tomados en su conjunto no aumentan la felicidad, ya que transforman el horizonte de las expectativas, y no eliminan con ello la discrepancia entre lo que creíamos poder esperar y lo que realmente sucede. Incluso se ha ensanchado esa discrepancia en algunas sociedades fundamentadas en el aumento de las necesidades. Pero aunque bajemos el nivel de tolerancia para soportar las frustraciones, al final siempre obtenemos la misma suma, o incluso un aumento del sufrimiento.

Cuando, como sucede en estos últimos tiempos, leemos con frecuencia que algunos colegiales se suicidan porque han llevado a casa malas notas, no cabe buscar la razón simplemente en que el juicio sobre las calificaciones escolares sea en los padres de hoy más severo que en los del siglo XIX. La razón está más bien en un índice más bajo de tolerancia respecto de las sensaciones de frustración. Konrad Lorenz ha hablado del creciente infantilismo que impulsa sin cesar hacia una inmediata satisfacción, y que incapacita por ello para soportar situaciones en las que no se da una satisfacción inmediata. Aquí es donde acaece el verdadero sufrimiento. No tiene sentido dudar de que esos jóvenes sufren, pero, ¿por qué sufren? Se trata evidentemente del efecto paradójico de una actitud motivada absolutamente por el intento de evitar el sufrimiento. Una actitud que incapacita para soportar el padecer y aumenta con ello el sufrimiento. Max Scheler ha mostrado que las formas más altas de felicidad son aquellas que no se pueden alcanzar directamente.

Yo puedo, sin duda, procurarme un deleite físico, pero las formas más altas de alegría, de profunda satisfacción, de felicidad, no las alcanzo por estudiar Psicología o por aprender técnicas de maximalización del placer. Una civilización fundamentada en el lamento, en la que cada uno tiende a compadecerse de sí mismo y a quejarse de su nefasta situación, apenas tiene ya impulso para hacer a los hombres felices. En la literatura psicoanalítica se dicen muchas cosas sobre el triunfo del placer, pero nunca se habla de la alegría.

La alegría, en cualquier caso, guarda relación con la experiencia del agradecimiento. Cuando la alegría es vista sólo como exigencia de felicidad, se pone en movimiento un automatismo que imposibilita la felicidad. Se podrá, en efecto, hablar siempre de exigencia de felicidad, pero no se puede cumplir con esa exigencia porque ella misma obstaculiza su realización. Cuando se utilizan más los psicofármacos para suprimir molestias normales, para evitar sensaciones de malestar, para disminuir todo temor o nerviosismo, disminuye también, lógicamente, la intensidad de la felicidad. No puede haber montes si no hay valles.

En las sociedades primitivas, a las que ciertamente no podemos retornar, pero a las que debemos referirnos como sustrato de nuestras reflexiones, hay dos figuras relacionadas con el sufrimiento, que nosotros hemos perdido. En ellas se cuenta con el sufrimiento que desarrolla su rol, su función. Dicha función hace posible transformar, hasta cierto punto, el propio sufrimiento en actividad, ya que cada rol exige del que lo desempeña un cierto rendimiento.

El mendigo, por ejemplo, en las sociedades primitivas, y aun hoy en bastantes sociedades islámicas, no es simplemente el socialmente fracasado que debe estar siempre mirando dónde poder quedarse, sino que desempeña un papel. Dicho papel pide una vestimenta adecuada, ciertas formalidades que el mendigo debe decir, etc. Lo suyo no es sólo aceptar lo que le dan, es decir, no ser sólo receptor de la beneficencia pública, sino que él también tiene algo que dar: el mendigo promete rezar por aquel que le da algo. De ese modo, la situación de sufrimiento no es para él una pura condena a la pasividad, como ocurriría entre nosotros con un náufrago que es sólo objeto de auxilios, sino que él también tiene que representar su papel con la dignidad que le corresponde.

Algo semejante podríamos decir de la viuda. Tras ella hay una catástrofe –más intensa aún en las sociedades primitivas–, pero sobrelleva su nueva existencia, por así decir, como quien representa su rol. A ese papel le corresponde un determinado ropaje, e incluso el llanto.

En estos casos, el sufrimiento no es propiamente algo que no debe suceder, y que si sucede convierte al paciente en víctima, en objeto pasivo de auxilios. El sufrimiento está allí previsto. Es posible que alguien pudiera decir: «es mucho mejor una sociedad que no prevé el sufrimiento, pero que se esfuerza por suprimirlo». De hecho, vivimos en una sociedad dinámica que, a diferencia de las sociedades primitivas, tiende a la abolición del sufrimiento. Pero la realidad es que una tal sociedad con su creciente actividad, cuando llega al límite más allá del cual no puede disminuir el sufrimiento, no tiene ya nada más que decir.

Era propio del primitivo dominio del sufrimiento una particular ritualización de las situaciones extremas. Nuestra sociedad, sin embargo, es incapaz de hacer algo semejante con la muerte, que es desviada hacia el anonimato de las clínicas. Cualquier hombre sabe que puede caer en sus garras en cualquier momento, pero ¡no hablemos de eso! De hecho, en ningún sitio se habla de ella y, desde luego, de ningún modo con los moribundos. Pero, sobre todo, ya no se enseña a morir. Los niños ya no ven cómo mueren los ancianos; no se enseña a morir, y así la mayor parte de la gente se encuentra con la muerte por vez primera en la suya propia.

La sociedad primitiva rodeaba a la muerte de un ceremonial. Morir no significaba en ella verse forzados a una actitud de pura pasividad: el morir pertenecía a la plena realización de la sociedad. Allí el curandero tenía, por su parte, la tarea de curar a los enfermos con hierbas y conjuros, pero, al mismo tiempo, también tenían su finalidad los ritos mágicos. Con ellos se realizaba algo. El paciente formaba parte con su sufrimiento de una actitud dramática.

El contraste con el curandero lo representa hoy el investigador médico, al que le interesa más la enfermedad como tal que el enfermo. El médico se sitúa, por decirlo así, entre el investigador de la Medicina y el curandero. Por una parte, cura de acuerdo con el nivel de su ciencia y de su propia experiencia médica; por otra parte, establece con el paciente un contacto personal que suaviza su situación y la integra en una relación activa. Parece que algo sucede, y cuando parece que algo sucede, es que realmente sucede algo.

La extremada concentración en el puro evitar el sufrimiento, renunciando a cualquier interpretación, es la eutanasia. Que hoy no se practique masivamente es algo que sólo debe agradecerse a que Hitler la utilizó: sus huellas han producido terror en todo este tiempo. La eutanasia es la lógica consecuencia de una opinión particular sobre la vida. Cuando ya no se puede detener el sufrimiento, se acaba con la vida, pues una tal existencia ya no tiene sentido; sólo interesa hacer de ella algo placentero. Cuando eso ya no sucede, lo más lógico es suprimirla. Justamente en este contexto se plantea a su vez la pregunta sobre el sentido del sufrimiento.

Tal pregunta puede ser planteada allí donde se deshacen las formas primitivas del vivir, es decir, allí donde la antigua integración del hombre en el grupo –integración que al mismo tiempo situaba al hombre en el cosmos– se rompe. Plantear esa pregunta es un síntoma del aislamiento del hombre, para quien el cosmos ya no es una patria, sino que se siente realmente desprotegido, como solo ante ese silencio del espacio infinito del que habló Pascal.


Materialismo: la apuesta por la praxis

Hay dos maneras de dificultar una respuesta a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento. Una de ellas es el naturalismo o materialismo, cuya postura se fundamenta en que el sentido está ligado al obrar del hombre, fuera del cual no existe ningún sentido. El sentido termina allí donde la praxis llega a su término, allí donde tropieza con la invencible naturaleza. El sufrimiento no es un sin-sentido, pues la naturaleza –que no es ni buena ni mala– no guarda absolutamente ninguna relación con el sentido, sino que es el reino de la necesidad. Lo necesario es aquello que no se puede cambiar. Ante ello es absurdo (sinsentido) preguntar por un sentido.

Algo semejante ocurre con la pregunta sobre Dios. Existe una tendencia en la teología contemporánea a unir el discurso sobre Dios exclusivamente con la praxis. Esa teología no tiene en el fondo nada que decir a quien no tiene capacidad de obrar, a quien sólo padece y cuyo obrar podría consistir, en todo caso, en transformar ese sufrimiento en una relación con Dios, es decir, en oración. Detrás de lo que decimos está la máxima de evitar incondicionalmente el sufrimiento.

También la reflexión sobre la muerte podría convertirse en algo del mismo tipo, pues la muerte ya no es sufrimiento. En este caso, la eutanasia sería lo más adecuado, aunque no fuese desde luego una solución satisfactoria, ya que con ella no se suprime el miedo del hombre ante la muerte. (Para quien es consciente de que en cualquier momento se le puede poner una inyección letal, la muerte repercute en la vida que todavía se posee: pensar en ella provoca un sentimiento de infelicidad.)

Desarrollar la praxis por ese camino dependería, en una concepcion materialista, de que la muerte perdiera su aguijón. El hombre, por tanto, debe ser enseñado a comprenderse como un género, no como una persona. Así el mundo llegará de nuevo a ser una patria. Y al final de una vida plena, morirá el hombre «colmado de años», como dice el Antiguo Testamento. El hombre ya no tiene nada que objetar a esa muerte. Se trata de un intento de devolver en cierto modo al hombre a la naturaleza: de reducir, por una parte, sus pretensiones, y de elevar, por otro, su praxis, sus esfuerzos, hacia la humanización del mundo. Cuando tal praxis alcanza su límite, indudablemente sólo le queda al hombre la resignación. El hombre debe renunciar a esperanzas excesivas y buscar el sentido sólo allí donde se encuentra: en el obrar solidario.


Estoicismo y budismo

Más allá de esta actitud sólo está la clásica postura del estoicismo. Los estoicos habían desarrollado una doctrina sobre la evitación del dolor que no estaba ligada con la actividad transformadora del mundo, sino que dejaba al mundo tal como es. Su pregunta sonaba así:

¿qué podemos hacer para que lo que sucede no sea experimentado como sufrimiento, es decir, para que no disminuya nuestra libertad?

La famosa respuesta estoica decía así: «ducunt fata volentem, nolentem trahunt». Si yo consiento desde el principio con la necesidad, si acepto desde el principio voluntariamente lo que no puedo cambiar, entonces no puede sucederme realmente nada adverso. Entonces soy tan libre como Dios. Entonces tampoco Dios puede hacer nada contra mí, porque si yo, desde el principio, ante lo que El me envía, digo: «eso es justamente lo que yo quería», entonces Él no puede hacer nada que vaya contra mi voluntad. Yo he aceptado desde el principio que todo sucede como sucede (que todo es como sucede).

Podemos asimilar por completo a la de los estoicos la postura activa que defendiera que el sentido radica en el obrar y fuera de él consentimos con la necesidad, evitando así el sufrimiento.

Los propios estoicos eran conscientes de que la posesión real del método estoico, de la apatía (la impasibilidad), nunca se ha dado verdaderamente. Además tampoco podían negar que el dolor físico puede alcanzar tal grado de intensidad, que nos condene contra nuestra voluntad al sufrimiento. Sólo quedaba entonces para ellos un recurso –el suicidio– como último acto de afirmación de libertad.

Una forma aún más consecuente y extrema de evitar el sufrimiento se da en el budismo. Su programa tiende a una anulación del sufrimiento justamente a través de la anulación de la voluntad. Si el sufrimiento es frustración, obstáculo para algo que yo quiero, entonces la solución más segura es, lógicamente, salir al encuentro de lo que de ningún modo quiero. Los estoicos querían afirmar su libertad en el Yo. El budismo pone en ese mismo Yo la condición de posibilidad del sufrimiento; a través de la praxis meditativa debe desaparecer el Yo: entonces se desvanece también el sufrimiento.

En todas estas soluciones se trata siempre de evitar el sufrimiento, y no de plantear la pregunta sobre su sentido, porque el sufrimiento es en sí mismo lo sin-sentido, aquello que yo no puedo asociar a ningún sentido por mí mismo.


La ilimitada totalidad de sentido

La cuestión sobre el sentido del sufrimiento es específicamente bíblica. Presupone la fe en una ilimitada totalidad de sentido, la fe en que el universo en su conjunto descansa dentro de un contexto de sentido. Sólo desde ahí tiene sentido preguntar sobre el sentido del sufrimiento. Tal pregunta se plantea ante todo allí donde se cree en un Dios omnipotente y bueno, es decir, allí donde, por tanto, es posible preguntar: «¿cómo se armoniza ese hecho con la existencia de sufrimiento en el mundo?».

En Homero no se plantea la pregunta sobre el sentido del sufrimiento. Los héroes homéricos viven todos dentro de una cierta tristeza. Saben que estarán sobre la tierra sólo un corto tiempo, y que luego deben bajar al Hades, donde les aguarda un oscuro destino. A ninguno de ellos se le ocurre preguntar qué sentido tiene todo aquello. Es la «necesidad», contra la cual tampoco los dioses pueden nada.

Sólo donde se acepta y se cree en un sentido universal, como sucede en la religión bíblica, llega a ser planteada como tal la pregunta sobre el sufrimiento. Aparece como pregunta sobre la justificación de Dios (es decir, como justificación del obrar de Dios), pero no entendida en el sentido de que si Dios quisiera podría evitar cualquier sufrimiento (es decir, no poniendo en Dios la causa del sufrimiento). Hay muchos que piensan que Dios podría haber hecho también una tierra de jauja (Schlaraffenland). Pero la pregunta entonces es si ése sería un mundo más deseable. Podemos fácilmente explicarnos que el obrar humano supone una naturaleza independiente del hombre. Para poder obrar debemos contar con una tal fiable naturaleza.

Además (la pregunta sobre el sentido del sufrimiento) presupone el hecho real de que vivimos en un mundo que nos es común, en el que seguimos los más divergentes fines; y que existe un mundo externo al hombre que es indiferente respecto a los gustos de cada cual y que, por eso, le opone resistencia.

La idea de una tierra de Jauja carece de sentido. No carece, sin embargo, de él la idea de una naturaleza que armonice por completo con los fines de la praxis humana.

Pero de hecho tenemos que tratar con otra naturaleza distinta, emancipada de la praxis humana. Aunque hay en ella, ciertamente, una razonable coordinación, integración, utilidad y belleza, todas esas cosas son sólo como ciertos vestigios de sentido dentro de un conjunto que no es verdadera totalidad, sino un mar de indiferencia formado por partículas que sólo giran alrededor de su propia reproducción. Un símbolo de esa desintegración, es decir, de esa falta de sentido, es la tumoración cancerosa, la emancipación de las células. La desintegración, la falta de sentido, es experimentada como sufrimiento.

El Nuevo Testamento, en la Pasión de Cristo, nos sitúa de manera extrema ante la dolorosa experiencia de la falta de sentido:

«Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»

También esto, en efecto, es un rol dentro de un drama. Jesús reza un versículo de un salmo, y representa el papel del siervo sufriente de Dios del Antiguo Testamento. Pero el papel debe ser representado comprometiendo la entera existencia, y eso significa que quien lo representa debe perder de vista el conjunto del guión. El sentido del papel es la experiencia de la falta de sentido. No cabe ver en esa historia de la Pasión ningún vestigio del heroísmo estoico. La Pasión de Jesús está descrita expresamente como algo que se hace contra su voluntad. A ella pertenece el ruego que dice: «haz que este cáliz pase de mí».

Si nos preguntamos por el sentido cristiano del sufrimiento, debemos considerar cómo es interpretada la Pasión de Jesús en el Nuevo Testamento. Hay en él dos pasajes centrales que ofrecen esa interpretación, uno del apóstol Pablo, quien afirma que Jesús se hizo «obediente hasta la muerte», y otro de la Epístola a los Hebreos, en el que de manera aún más fuerte se dice que «aprendió a obedecer a través del sufrimiento».

¿Qué significa esto?

En esos pasajes se presupone claramente que los hombres en su conjunto viven en un estado que no es el normal. El sufrimiento se manifiesta como el reverso pasivo del mal, que ha sido causado por la desobediencia. Pero también como el único medio para suprimir el mal, precisamente a través de una experiencia adecuada a él. El mal atrae el sufrimiento, y con ello su propio juicio. Lo finito, que se pavonea de ser el centro de todo –y eso se llama desobediencia–, nada puede hacer para llegar a ser verdaderamente Dios. Su pretensión ilusoria se quiebra y su verdad pasa a ser el sufrimiento. Pero en la verdad no puede existir el mal. El mal es esencialmente mentira.

La autoafirmación propia del mal consiste sobre todo en separar mi propio mundo de experiencia del de los demás, de manera que el sufrimiento esté en los otros y en mí las ventajas. Esa situación de asimetría, de alienación, sólo puede ser cambiada si la curvatio in seipsum, la curvatura propia del mal sobre uno mismo, se rompe; es decir, si dicha situación es contemplada desde un punto de vista exterior y, de esa manera, puede ser experimentado su absurdo como sufrimiento. Sólo así torna el mal a la obediencia.

El cristianismo enseña que todos nos encontramos en una situación como la descrita. La doctrina cristiana sobre el pecado original no dice sino que todos vivimos en un contexto general de culpa, en el que todos entran a formar parte cuando comienzan a pertenecer a la sociedad humana. La Psicología demuestra que, en una familia, por ejemplo, pueden existir situaciones neuróticas tales que, quien entre a formar parte de esa familia padecerá un tic, reproducirá la situación. Cada uno de nosotros está implicado ya desde niño en un inevitable contexto de culpa en el que se hace también culpable. No se trata de que cada uno sea sólo una víctima pasiva, sino de que cada uno forma parte del juego, participa en la injusticia que cada uno comete contra los otros.


Sufrimiento y desobediencia

El Nuevo Testamento describe esta situación como desobediencia, como el estado en el que cada cual busca convertirse en el punto central del mundo. El sufrimiento vuelve a situar el punto de vista en su perspectiva universal: descubro repentinamente la situación en la que todos nos encontramos, y me aparto de la desobediencia.

Pues la desobediencia es no escuchar, no oír el sentido del todo. Sólo puede representar bien su papel quien presta atención a las órdenes del director y escucha el papel de los otros. El tirano monologa: el sentido sólo es para él su sentido. Trata activamente de imponerlo sin consideración al sentido del conjunto, en el que los obedientes proyectos de sentido de los co-actores podrían ser también desarrollados. Pero como dice el refrán: «Quien no quiere oír, ha de sentir», es decir, debe ser advertido de que la realidad es algo común (colectivo). El culpable debe experimentar cómo se siente la víctima.

La interpretación cristiana del sufrimiento dice, según creo, que los hombres viven en un contexto general de culpa que se caracteriza porque cada uno se ve a sí mismo como el punto central (el ombligo) del mundo. Ese contexto de culpa sólo puede ser eliminado si es experimentado como sufrimiento. Mientras el malo encuentre aceptable y perfectamente en orden vivir a costa de los demás, ¿para qué cambiar la situación? El que sufre se ve obligado a experimentar la falsedad de la situación. Esto se ha puesto de relieve constantemente en la tradición cristiana. Todos los grandes santos y doctores de la Iglesia han entendido el sufrimiento como el irremediable reverso de la arbitrariedad individual, por el que el hombre vuelve a ser conducido a la verdad.

Eichendorff dice: «Tú eres el que destruye dulcemente sobre nosotros lo que construimos, para que miremos al cielo; no me quejo de eso.»

Aquí se ve de nuevo claramente que, en nuestras reflexiones, no se trata nunca de un sufrir superficial que pudiera ser evitado. Un padecer evitable no tiene ya el carácter de educación en la obediencia en el sentido neotestamentario. El sufrir se experimenta con mucha mayor intensidad justamente allí donde hubo antes una intensa actividad, y esa actividad fracasa.

Lutero cuenta la historia de un misionero que no convierte a nadie y combate contra el destino. Dice Lutero: la voluntad de ese hombre no era buena, porque «es señal segura de mala voluntad que no sea capaz de soportar los obstáculos». Cristo está dispuesto a aceptar también el fracaso de sus esfuerzos humanos, como voluntad del mismo Dios que le exige esa actividad.

Allí donde alcanzamos el límite de nuestra capacidad de obrar, allí nos encontramos con el sufrimiento del que aquí hablamos. Además cualquier discurso sobre el sentido del sufrimiento sólo tiene plenitud de sentido en cuanto discurso sobre el propio sufrimiento. En el sufrimiento ajeno sólo hay para mí una llamada a mitigarlo. No significa esto que –con puras técnicas modernas de disminución del dolor– se le evite a la persona esa situación que le impidiera alcanzar la plena madurez de su humanidad. Eso sólo sería una cómoda huida de la verdadera y profunda solidaridad.

La verdadera solidaridad significa ayudar a encontrar el sentido del sufrimiento. Si hoy se distribuyen en las iglesias revistas misioneras en las que sólo se habla de acciones humanitarias, en lugar de hablar del Evangelio, entonces, con tal comprensión de la misión, quedamos disculpados de la más profunda solidaridad. Nos reservamos para nosotros lo mejor que tenemos.


El consuelo del sentido

Cuando se habla del sentido del sufrimiento, no se puede pretender obtener una respuesta transparente acerca de nuestro sufrimiento. Si alcanzáramos tal tipo de respuesta, no sería ya el nuestro verdadero sufrimiento. En el sufrimiento hay siempre un momento de comprensión. Su sentido aparece sólo puntualmente, como «una luz que alumbra lo que piso» (lit. luz para mi pie) y no como iluminación de todo el terreno.

Yo he podido ser testigo en Lourdes de cómo un enfermo quedaba curado, como a veces sucede en Lourdes, de una manera incomprensible para la medicina. Pero no fue la curación lo que me produjo la impresión más honda, sino los enfermos que se iban de Lourdes sin haber sido curados. Se hubiera podido suponer que estarían llenos de la más profunda desesperación, pero, ¡ni mucho menos!, ¡todo lo contrario!

El mayor milagro de Lourdes es la serenidad de los que la abandonan sin ser curados. ¿Cómo puede suceder eso? Tal realidad está relacionada con el hecho de que para ellos la curación milagrosa de alguno les hace entender que el sufrimiento que padecen no es un fatal destino. Si Dios puede curarme, debe tener un motivo para no hacerlo. Un motivo, es decir ¡un sentido!, y el sentido consuela.

La actividad curativa de Jesús no consistió en sanar a todos los hombres, sino puntualmente a uno o a otro. Su actividad «que sana al mundo» sólo se hace visible de vez en cuando, lo suficientemente visible para que el creyente sepa en Quién cree y por qué.

El sentido del sufrimiento es una paradoja. El no puede por sí mismo estar lleno de sentido, sino cumplir una función de referencia al sentido. Sólo bajo el presupuesto de que existen Dios y el pecado puede cumplir el sufrimiento su función. Y el sentido del sufrimiento es, entonces, ayudar al que lo padece a refugiarse en Dios, en Quien podrá encontrar todas las demás posibilidades de felicidad. El escritor inglés C. S. Lewis escribió una vez que es evidente que para Dios no es una desgracia ser el «tapa-agujeros». La mayor parte de los hombres se encontrarían maltratados en su dignidad si alguien acudiera a ellos sólo porque no queda más remedio. Dios, decía Lewis, no es tan bueno consigo mismo.

Podría decirse: «la religión es el opio del pueblo». ¿Por qué no? Cocteau escribió que se debe recibir la comunión como una tableta de opio. Los que consumen drogas dicen que tienen el efecto de «aumentar la consciencia». Que eso sea cierto es una cuestión que no vamos a discutir aquí. Pero se dice con ello que alguien, en una situación de extremo vacío, puede agarrarse a algo que le lleva a sentirse como si no tuviese ninguna necesidad.

Experimentar la privación es necesario para la vida, es vital. Quien nunca tiene hambre está enfermo, porque el hombre necesita alimento. El hambre es sólo el indicador de que lo necesita. El hombre debe tener hambre.

Si el hombre no alcanza objetivamente su destino sin Dios, la exigencia subjetiva de un sentido absoluto, la necesidad de Dios, es una muestra de salud. Y la no necesidad de Dios, un defecto. Lo que ponga al hombre en la ocasión de descubrir subjetivamente la necesidad de Dios, es un medio para alcanzar la salvación.


¿Todos los que sufren entienden el sentido?

Quedan aún dos cuestiones, por tratar. La primera, ¿qué sucede con el dolor al que no le podemos encontrar un sentido?, ¿qué sucede con el dolor de los animales, con el dolor de los niños pequeños? Nos situamos aquí ante una oscuridad que no podemos penetrar. No sabemos qué es el dolor para un ser que no entiende el sentido (incapaz de preguntarse por el sentido), un ser que tampoco experimenta el sin sentido porque se mueve en una perspectiva no trascendente. Para un ser así sólo es puntualmente real el dolor actual. Qué sea el dolor para él no es comprensible para nosotros ni positiva ni negativamente. Sabemos que experimenta el dolor. Lo vemos. Pero no podríamos decir que sufre, porque el sufrimiento es un fenómeno complejo al que le pertenece la experiencia de la falta de sentido, la cual sólo tienen los seres capaces de entender el sentido.

A esto se añade que el dolor no es algo acumulativo a muchos individuos. El dolor es siempre «mi dolor», y el dolor de miles de hombres no es ni peor ni mejor que el dolor de uno sólo, no es sino el dolor de miles de individuos singulares. El dolor de un solo hombre plantea el mismo problema que el dolor de miles de hombres. Auschwitz no plantea ningún problema de Teodicea que no estuviera ya planteado desde Caín y Abel. Todo esto no son sino prólogos a los que no sigue ningún epílogo, porque estamos ante una situación que no sabemos interpretar. La Sagrada Escritura nos dice que el sufrimiento de la criatura tiene su último fundamento en la desobediencia del «príncipe de este mundo», y que será también objeto de una redención.


El sufrimiento vicario

La segunda cuestión, que es central para una interpretación cristiana del sufrimiento, se refiere al sufrimiento vicario, es decir, al sufrimiento de quien en sí mismo no es culpable, sino que padece por otros. Es difícil, para nosotros, pensar la noción de vicariedad en el sufrimiento. Me parece, sin embargo, que es importante, cuando nos preguntamos por la vida del espíritu, no valorar las experiencias de las que se habla en la tradición simplemente según lo que nosotros podamos comprender de ellas en cada momento. Ciertas experiencias deben ser antes vividas, y entonces podremos tratar de comprenderlas. Esto que decimos vale, de manera particular, para la noción de sufrimiento vicario, que es insustituible para la tradición cristiana.

Para acercarnos a él, imaginemos una familia o un grupo íntimo de personas que sufre un alteración: los unos se enfrentan a los otros agresivamente. Para cada uno sólo los otros son los malos; todo iría bien si los otros fuesen de otra manera. Supongamos ahora que entre ellos existiese uno sano, es decir, uno que no tomase parte en esa situación. El sólo sufre por ellos. Y supongamos que carga sobre sí mismo las agresiones de los demás, de modo particular las que recibe él mismo. Se convierte en la oveja negra, pero no por ser malo, sino, precisamente, porque no lo es. Su sufrimiento es un reproche para los otros. Y entonces ocurre algo espantoso: es herido y muerto. Podemos imaginar que esa muerte produjera una catarsis; que los otros descubrieran que él había padecido porque ellos habían combatido entre sí. Él había asumido íntimamente aquella situación como sufrimiento. Su padecimiento era sustitutorio, porque realmente eran ellos los que debían haber sufrido. Nadie cambia mientras que no se padece bajo el mal, pero en este caso el mal se ha padecido. Y así, se produce una transformación de la entera situación. Ahora todos sufren; ante todo por aquella pasión y muerte, pero también porque tal cosa haya sido posible.

Dice Freud que un presupuesto para la curación a través de la psicoterapia es que una situación se experimente como sufrimiento. Si hablamos del sufrimiento vicario de Jesús, nos situamos ante un sufrimiento que se corresponde al absurdo del mal en toda su profundidad. El fracaso de Cristo no es el fracaso de un proyecto cualquiera, sino el fracaso en el anuncio del reino de Dios sobre la Tierra. Lo que Cristo enseñaba era el sentido. Sencillamente, el bien. Enseñaba una situación del mundo tal y como debería ser; y justamente ahí fracasó. El sufrimiento que padeció es el sufrimiento por el fracaso del sentido absoluto: es el sufrimiento absoluto. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» Ese sufrimiento es comprendido en el Nuevo Testamento como sufrimiento vicario. Y así en toda la tradición cristiana ha sucedido que los que sufren se han visto en una misteriosa relación con el mundo y sus culpables enredos, y han entendido el sufrimiento como una ayuda para dar la vuelta a esta situación de culpa.

Cuando se dice que Jesús aprendió a obedecer. no quiere decirse que antes no hubiera vivido bajo el signo de la obediencia. Pero también se destruye ese sentido de su vida en cuanto se entiende como sentido de su vida finita. La rebelión de lo finito como suceso cósmico es vencida allí donde se experimenta adecuadamente como sufrimiento. Eso sucede en el sufrimiento del Hijo de Dios. La hora del Gólgota es la hora de la verdad. Cuando el mismo Dios, bajo figura finita, muere, «destruye la enemistad en su propia persona» (Ef 2, 16). Y de ese modo tiene lugar lo que en el Nuevo Testamento se designa como resurrección. Ésa es, ciertamente, la última respuesta del cristianismo a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento. Sobre ella se debe hablar, porque sin la supresión del sufrimiento no tiene éste ningún sentido. «Sentido del sufrimiento» sólo puede significar la integración del sufrimiento en un contexto absoluto, donde al final ya no sea sufrimiento. Es como en el caso del hambre, que sólo tiene pleno sentido en cuanto que impulsa a comer y se ha comido. Del mismo modo, la historia de Job tiene como final natural que se le devuelva todo; si esa historia no hubiese acabado así, todo el discurso no hubiese sido sino puras palabras.

Cuando Ivan Karamazov afirma que devolvería su entrada para el cielo si el camino pasase a través del sufrimiento de un niño inocente martirizado, sólo cabe una respuesta que dice relación al reconocimiento del poder de Dios, y que comienza con una «contrapregunta»: «¿a quién le interesa que devuelvas tu entrada?, ¿salvas así al niño de su suplicio? ¡No! Entonces, ¿en qué consiste tu gran gesto?». La entrada que Ivan quiere devolver es la que permite entrar en aquel lugar en el que los sufrimientos de los niños inocentes martirizados son suprimidos, el lugar en que todos los sufrimientos son transformados en alegría. Se podría decir que eso no existe, que es una ilusión. No quiero discutir sobre ello. Pero, ¿qué sentido tiene decir «no quiero la alegría que procede del sufrimiento, la alegría en la que ese sufrimiento desaparece»?

La fe cristiana es fe en la verdadera supresión del sufrimiento. Hegel dice que las heridas del espíritu curan sin cicatriz. La alegría es la real anulación del dolor. El refrán afirma que los dolores pasados dan gusto. La cuestión es si existe algún estado en el que el dolor sólo sea ya algo pasado; entonces ya no planteará más la pregunta sobre su sentido. El dolor, de manera contraria al pecado, no es un motivo de tristeza, sino de alivio, cuando se considera retrospectivamente. Cualquiera puede entristecerse, aunque las cosas vayan bien, por el dolor que haya causado a alguien. Pero nadie se entristece porque haya padecido dolor, si ese dolor ya no se padece: es como si no hubiera sucedido. El sufrimiento aparentemente total sólo alcanza a tener sentido cuando ha sido ya relativizado por una más total alegría.

De eso se habla en el Nuevo Testamento cuando Jesús llama bienaventurados a los tristes, «porque serán consolados».

Es posible, como se ha hecho, llamar absurda a esa esperanza, pero sin ella la respuesta al sufrimiento no es una respuesta cristiana. Y debe quedar muy claro que, fuera de esa perspectiva, de ningún modo se puede hablar del sentido del sufrimiento. El sufrimiento sólo puede tener sentido si es relativo, y sólo es relativo si todos los sufrimientos pueden ser suprimidos. No es suficiente que algún hombre pudiera quizá ser feliz alguna vez, pero que los hombres del pasado fueran infelices. El sufrimiento sólo es suprimido cuando el sufrimiento de cualquier hombre se transforme en alegría. De eso se habla en el Apocalipsis, al final del Nuevo Testamento: «¡Mira, ésta es la morada de Dios con los hombres! Él habitará con ellos y ellos serán su pueblo, y el Dios con ellos será su Dios. Enjugará toda lágrima de sus ojos y ya no habrá muerte, ni llanto, ni gritos, ni fatigas, porque lo anterior ha pasado (...) Mira, hago nuevas todas las cosas.»

Sólo desde esa perspectiva puede hablarse de un significado cristiano del sufrimiento.